Por Jorge Lanata
“Hoy el noble y el villano,
el prohombre y el gusano
bailan y se dan la mano
sin importarles la facha.
(…) Y con la resaca a cuestas
vuelve el pobre a su pobreza,
vuelve el rico a su riqueza
y el señor cura a sus misas.”
Joan Manuel Serrat
Escribo estas líneas el viernes, mientras la 9 de Julio continúa taponada, el tránsito de la ciudad enloquecido y los interpretadores trabajando a jornada completa.
—Ciertos sectores de la prensa no dejaban ver lo que estaba sucediendo; ahora sabemos que nuestra realidad es muy distinta –dijo Hugo Moyano.
—Fue una paralización lúdica de carácter autorreflexivo –balbuceó Horacio González, en Boletín Oficial/12.
Clarín tuvo, por primera vez, miedo de sus propios lectores: ante la avalancha de público, equilibró su cobertura anti Gobierno y hasta se permitió el elogio.
El Bicentenario fue, también, la danza de los millones: seis millones, tres millones, diez millones, una especie de loteria humana que los medios se empeñaron en clasificar: “El acto más importante de la historia argentina”. “Superó la llegada del general Perón a Ezeiza.”
Calculadora y mapa en mano, me dediqué a hacer la cuenta: no cerraba. Tres millones sólo entran si están a cococho unos de otros. Esta vez, el cálculo policial de millón y medio parecía el más ajustado a lo real.
El entusiasmo de los números expresaba un deseo: se ve que andamos necesitando actos fundacionales.
—¿Te parece que los políticos van a escuchar el mensaje de la gente? –me preguntaron en una radio.
—Yo todavía espero que escuchen el de 2001.
¿Escucharán el mensaje?
¿Hubo alguno?
Quien convocó al acto fue la Argentina: ni el Estado nacional, ni el provincial, ni el municipal. Convocó la Nación: ¿cuáles son los intereses comunes entre los que asistieron al desfile militar, los que comieron chipá en el stand de Paraguay y los chicos que fueron a ver a Fito? ¿Y todos ellos con los que miraron con la boca abierta por el asombro a FuerzaBruta?
¿A quién votaron o votarán los que lloraron al paso de los ex combatientes de Malvinas?
¿Y los que saltaron hasta el desmayo con la Sole?
¿Quién los reunió?
¿Cómo llegaron hasta acá?
¿Qué quieren?
Eran argentinos festejando. Por una vez en la vida, los tristes, los melancos, los cínicos, los aburridos, los acomplejados argentinos estaban ahí festejando con la ambigüedad de los festejos, que nunca son sólo lo que enuncian.
Los que estaban encerrados salieron a la calle, tal vez fue esa la alegría, la de –por una noche, por un día– no mirar al costado esperando el arrebato o el revólver, la de volver a ganar la calle propia que se volvió ajena.
La palabra Argentina todavía logra ese milagro: se equivocan los miserables que buscan su porción en este viento. Es imposible tomarlo con la mano.
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