Por Pepe Eliaschev
Nadie puede pronosticar a ciencia cierta, dada la proverbial volatilidad Argentina, que estas mieles de mayo de 2010 se mantendrán intactas en octubre de 2011, pero es evidente que mucha gente se ha expresado con noble y plausible optimismo en las calles, exhibiendo una fuerte corriente de esperanzada confianza en el país. Esto no sólo no es malo, sino que es muy bueno.
Debería evitarse incurrir en diagnósticos demasiado concluyentes, no importa desde qué mirada. Cuando uno se para ahora mismo en el centro de la pista de aterrizaje de la riojana Anillaco, desolada y barrida por el viento y a la que le han robado hasta las balizas demarcadoras, sólo escucha la desnuda soledad de la naturaleza y asume en su elocuencia el carácter provisorio de toda gloria.
Al margen de los presagios victoriosos que con llamativa rapidez se dispararon desde el Gobierno y otros ámbitos satisfechos con este estado de cosas, nada puede entenderse sin antes advertir que ese gentío pacífico y feliz que navegaba plácidamente en un jubileo de 96 horas con todo pago, tiene todo el derecho del mundo a sentirse bien y despreocuparse de todo lo demás. ¿Por qué no podrían sentirse así?
En este punto, impresiona que el martes 25, cuando los colectivos y subtes de Buenos Aires no daban abasto porque no se cobraba pasaje, mucha gente creyera que estaba viajando “gratis”, esa palabra mágica y clave de mucho de lo que hemos hecho y seguimos haciendo los argentinos. Pero, ¿fue acaso gratis viajar el 25 de mayo en Misiones o en Chubut? Lo ignoro, pero a nadie le importa mucho, como tampoco se razona quién paga lo que se brinda sin pedir nada a cambio.
Es como si en un rincón remoto e irreductible de nuestra condición nacional, un alma infantil gozara con las golosinas y se devorara los cucuruchos, sin interrogarse de dónde vienen y quién los hizo posible. El transporte del 25 fue “gratis”, sí, pero sin embargo alguien lo pagó, algún papito azucarado con billetera gorda y estrategia resuelta.
Es buena la felicidad y es impopular la preocupación. En los años ochenta se instaló con fuerza, en unos medios liberados de la censura del pasado, la noción de que la gente reconcentrada o excesivamente recelosa era una colección de caras-de-culo, los célebres “caracúlicos” que patentó una figura entonces rutilante, Raúl Portal, desde el mismísimo canal oficial de TV.
Lo “caracúlico” fue un diagnóstico lapidario como herramienta eficaz para opacar o directamente descalificar a personas, supuestamente amargas, sombrías y empapadas de mala onda (la “patota cultural”), cuya única pretensión era advertir que no existe tal cosa como un almuerzo gratis.
Los “caracúlicos” eran y son, en promedio, gente preocupada por confrontar y resolver las lacras sociales más acuciantes, convencida de que el adolescente barullo entusiasta que soslaya ponerles cimientos verdaderos a las condiciones de posibilidad de un país más justo, equitativo, próspero y salubre, inexorablemente termina precipitándose al abismo de las depresiones más devastadoras.
Una agresiva y virulenta cruzada contra ese supuesto “caraculismo” se evidenció ahora, tras los fastos del Bicentenario. Era previsible. Gozar del placer es sano y legítimo. El carnaval exalta y revitaliza. Hasta que, cuando llega la hora, los disfraces se arrugan y el maquillaje se volatiliza.
En tiempos de escuálida robustez moral, la supuesta cara de culo de quienes, escépticos, sospechan de esta fiesta no debería determinar que sean crucificados por mero ejercicio de agnosticismo ideológico.
Después de todo, uno de los selectos invitados especiales de la Presidenta que ascendió por la alfombra roja de la Casa Rosada la noche del 25 de mayo de 2010, escribía en julio de 1979 (Videla presidente) en una importante revista extranjera:
“Bajo el sistema de libre empresa: la Argentina, con su economía nuevamente prosperando atrae las inversiones extranjeras de todo el mundo. (…) El terrorismo marxista internacional llevó a cabo una de sus más intensas campañas en la Argentina entre 1973 y 1976, provocando la peor crisis económica en la historia de la nación. Cuando, en marzo de 1976, las autoridades militares, respondiendo a una extendida presión pública, se hicieron cargo del gobierno, la nación estaba a punto de colapsar. (…) Cuando llegó al poder en 1976, el nuevo gobierno heredaba una inflación salvajemente descontrolada. Además, el país estaba convulsionado por un caos social provocado por la falta de autoridad del gobierno anterior y victimizado por una serie de crímenes terroristas. La oleada terrorista no había sido plenamente comprendida en los círculos políticos internacionales. Poco sabía de los asesinos, torturas, extorsiones y amenazas terroristas.”
Cambia, todo cambia
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