Por Eduardo van der Kooy
Néstor Kirchner terminó de despejar las últimas dudas, si es que todavía las había. Rodeado de gobernadores peronistas y de jefes sindicales definió el martes pasado y ayer en Paraná a los medios de comunicación -en especial al Grupo Clarín- como la primera fuerza de la oposición. Hacia allí apuntaría, entonces, el corazón de su estrategia política y también la de su esposa, Cristina.
El ex presidente ha exhumado un libreto cuya autoría intelectual corresponde, en realidad, a Carlos Menem. Fue el caudillo riojano quien, al promediar los '90, descubrió que doblarle el brazo a los medios de comunicación era más imperioso que enfrascarse en las luchas con la oposición política. El resultado no fue bueno para él: los votos que cosechó la oposición -la Alianza- terminaron por desplazarlo para siempre del poder.
Menem recurrió a varios atajos jurídicos para intentar condicionar al periodismo. También a muchas artes innobles. Ese ensayo de colocar a los medios de comunicación por encima de los partidos políticos y de las instituciones -por caso, el Congreso- no sólo significó la alteración de un orden natural de la democracia. Pareció también el inicio de un proceso profundo de mediatización de la política que debilitó y empobreció esa actividad.
Néstor Kirchner se valió de ese debilitamiento, justamente, para irrumpir en el 2003 como presidente rodeado por ruinas. Aquel empobrecimiento de la política reconoció, en ese momento, una expresión culminante: la deserción de Menem para intervenir en el balotage que presagiaba para él un epílogo humillante.
Kirchner ha retomado la receta de Menem impulsado por una realidad inocultable. Nada hizo, en todos estos años, para mejorar la política partidaria e institucional. El peronismo es sólo un puñado de leales soldados que andan como almas en pena. La transversalidad y la concertación fueron experimentos electorales echados al cesto cuando perdieron sentido.
Lo demuestra el quiebre de la relación de los Kirchner con Julio Cobos. Los vaivenes cotidianos del Congreso entre el kirchnerismo y la oposición representan otra muestra de la decadencia general.
Existe otra cuestión que refleja con la fidelidad de pocas el fracaso político del matrimonio presidencial. Los Kirchner disfrutaron como nadie desde el 2003 -con la excepción del año último- de un ciclo económico externo e interno favorable. Con tasas de crecimiento que si bien no produjeron cambios de raíz en la pirámide social, generaron una bonanza -o una sensación-, cuyo último antecedente habían sido los lejanos tiempos en que Menem le colocó un corsé a la inflación.
Con siete años de aquella historia en sus espaldas, los Kirchner no pueden exhibir ahora otra construcción política que no sea la sostenida por gobernadores e intendentes del PJ encadenados a las arcas estatales, el sindicalismo de Hugo Moyano y algunas organizaciones sociales cuya incorporación a la política constituye, tal vez, la única novedad. La descripción desnuda hasta qué punto fueron incapaces de idear una alternativa a futuro que no dependa, como ahora, de un poder apuntalado sólo por el dinero y las herramientas que provee el manejo del Estado.
Ese desprecio por la política -entendida como un ejercicio de debates y negociaciones- fue alejando paulatinamente a los Kirchner de la sociedad. ¿Qué reflejo más contundente de eso puede existir que los votos en una democracia? Pues bien, en un año y medio Cristina pasó de tener el 46%, al convertirse en Presidenta, al 31%, cuando sufrió un duro revés político en las legislativas del año pasado.
Los Kirchner, quizá para no martirizarse con su inhabilidad, prefirieron leer otra historia. Por el alejamiento de importantes franjas de la sociedad responsabilizaron a los medios de comunicación. Al relato de esos medios, como le gusta decir a Cristina. Nunca repararon si sus políticas no habían transitado demasiado tiempo los senderos del error. A partir de ese momento cargaron baterías para la batalla que libran contra el periodismo.
El derrotero parece claro. Kirchner proclamó que el primer enemigo a derrotar es la prensa crítica. Luego le aguardaría el turno al Poder Judicial, que se ha encargado de colocarle ciertos límites al kirchnerismo y que hurga ahora mismo en una montaña de denuncias y sospechas de corrupción en el Gobierno. En el último peldaño aguardaría la oposición política, tal vez con su capacidad de resistencia mellada si el matrimonio cumpliera con éxito el primer par de objetivos.
La tensión entre el periodismo y los poderes -se repite hasta el hartazgo- forman parte natural de una relación que siempre tiene filones traumáticos. Sucede en todos los países del mundo donde el periodismo se ejerce con libertad. Alcanza con reparar, para comprenderlo, en el enojo que Barack Obama dispensa hoy a varios medios de Estados Unidos. Pero el fenómeno en la Argentina registraría dos novedades peligrosas: aquella tensión ha mutado en una confrontación virulenta; la revulsión y un potencial estado de quiebre fomentado por el poder contagió también al periodismo.
El periodismo atravesó muchos debates internos aunque nunca, quizás, los necesarios. El último recordado sucedió con el advenimiento de la democracia y enfrentó, en términos civilizados, a los hombres de prensa que habían sufrido el exilio y aquellos que permanecieron en el país durante la dictadura. Es difícil asegurar que ese debate haya quedado definitivamente saldado. Pero jamás desbordó las convicciones ni las palabras.
El debate parece plantearse ahora en otros términos. Hay periodistas que, legítimamente, comulgan con los puntos de vista de los Kirchner. Pero que se transforman en enjuiciadores públicos de aquellos que tienen una postura diferente. No sería eso lo peor: recurren a la desacreditación, al escarnio, la delación, el chacoteo y hasta convalidan actitudes del poder que, más allá de miradas políticas, poseen inconfundible sesgo autoritario.
¿Qué hacían periodistas en una parodia de juicio popular contra un grupo de colegas promovido por Hebe de Bonafini? Quizás sea el sinceramiento de una situación disimulada por años, incluso durante el menemismo : la de la militancia política bajo el disfraz del periodismo.
La palabra del kirchnerismo nunca es inocente cuando refiere al periodismo. Tampoco lo es en su afán de instalar en la Argentina una cultura de la división y la pelea. Los senadores, aun del oficialismo, votaron un repudio por los recientes desbordes. Curiosamente fue una kirchnerista, Adriana Bortolozzi, la que cargó más duro contra Cristina. Los diputados no se animaron porque los Kirchner les hicieron conocer el desagrado por aquella permisividad de los senadores.
El ex presidente fue rotundo cuando asistió al bloque para respaldar a Agustín Rossi, sobre quien cayeron algunas críticas luego que fracasó la sesión de la semana pasada sobre la ley del cheque y el matrimonio gay: "No tenemos nada que ver con las cosas que pasan en la calle contra el periodismo. Las empresas las inventan para hacernos daño", aleccionó.
La Presidenta también hizo su aporte. Minimizó ciertos episodios callejeros contra la prensa y los equiparó con las críticas que ha sufrido ella en el ejercicio del poder. "No hay una categoría especial de ciudadanos sobre otros", pontificó. Notable incomprensión del lugar que ocupa: no debería haber, en efecto, una categoría especial de ciudadanos, pero ella y su marido tienen responsabilidades y obligaciones incomparables con cualquier otro mortal de la Argentina.
Concluyó su alegato con otra definición sorprendente: "No hay libertad de expresión para todos" en el país, anunció. Con certeza, no debió referirse a quienes comulgan con sus ideas y sus formas de actuar: ningún Gobierno desde 1983 dispuso, como éste, de una plataforma de medios privados y estatales tan amplia para difundir sus pensamientos. Hasta los militares de la sangrienta dictadura, podrían envidiarlos.
Aníbal Fernández conoce aquella plataforma. Sus palabras rústicas vuelan: ahora sentenció que las denuncias de coimas en la relación comercial entre la Argentina y Venezuela "son un bluff". Nada lo hace escarmentar. Fue el propio jefe de Gabinete el que negó con una desvergüenza inigualable que el valijero venezolano Guido Antonini Wilson hubiera estado en la Casa Rosada. Cuando un video demostró lo contrario se hizo el opa.
Las anomalías en esa relación bilateral empiezan a tomar forma en la Justicia. Pero hay sospechas que se cimentan desde el sentido común más elemental. ¿Por qué razón el vínculo lo manejó siempre Julio De Vido? ¿Por qué Rafael Bielsa, antes, y Jorge Taiana, ahora, fueron reducidos como cancilleres a espectadores? ¿Por qué, además, para transacciones comerciales entre dos países hubo que contratar a consultoras que cobraban comisión? Una de ellas en funciones luego del escándalo de la valija.
La maraña de fogosas palabras kirchneristas, en ese y otros temas, parecen ya insuficientes para camuflar una realidad que huele mal. De nuevo la misma lección: no hay palabra, por más poderosa que sea, que pueda reemplazar a la ausencia de política.
0 comentarios:
Publicar un comentario