Por Marcos Novaro
Es cierto, como se suele decir, que los Kirchner no inventaron nada. Que lo que ellos hacen y son no es más que el emergente de una cultura política largamente cultivada por la sociedad, o al menos por sectores amplios de la sociedad.
Pero eso no quita que hayan aportado lo suyo, en no pocos casos llevando al extremo rasgos negativos heredados, dándole una intensidad particular a algunos vicios, en sí mismos particularmente desagradables. Uno de ellos es la costumbre de jugar yendo a los pies del adversario, y no a la pelota. O dicho de otro modo, la de hacer de la política una permanente búsqueda de culpables y no de soluciones.
En los últimos días, algunos periodistas progresistas que entre 2001 y 2008 fueron tolerantes o comprensivos con los escraches contra los representantes de la “política tradicional”, o tal vez no contra ellos, pero sí contra los militares procesistas, y entonces habilitaron una distinción entre los que “merecían” ser golpeados por la calle y los que no, han tomado una forzada y cruel lección de lo que termina resultando de este tipo de prácticas.
Porque si estas costumbres no suponen la violación injustificada de derechos, sino que son un recurso legítimo que exige un juicio sobre merecimientos, entonces su justificación queda librada a la opinión. Y no necesariamente a la de la masa, sino, en términos prácticos, a los de grupos pequeños pero decididos de activistas.
Esos que hoy se esmeran en ganar puntos ante sus líderes y se ocupan de señalar a los “periodistas del monopolio” en carteles y marchas callejeras, en “juicios populares” y otros circos por el estilo.
Ellos, simplemente, están trasladando la experiencia “exitosa” de los escraches contra los represores, y la no menos exitosa campaña de agresiones en que consistió el “que se vayan todos”, a la escena de los actuales conflictos entre el pueblo y sus enemigos. ¿Por qué reprochárselos, por qué objetarles que escupan e insulten a Fernando Bravo, si estuvo bien hacerlo con Alemann, o quien fuera?
Más que la brutalidad de un gobierno desde el principio brutal, y ahora encima desesperado por conservar el poder y una escena que confirme sus prejuicios y su pretendida superioridad moral, lo más alarmante de lo sucedido en los últimos días con los señalamientos fascistas contra periodistas opositores ha sido, por un lado, el eco que las incitaciones oficiales o paraoficiales encontraron en un activo político bastante extendido y dispuesto a pasar de las palabras a los hechos; y por otro, las dificultades del resto de los actores para movilizarse de modo de sancionar esas prácticas, aislarlas, y neutralizar a sus promotores.
Si algo ha quedado en claro tras lo sucedido en los últimos dos años de “decadencia kirchnerista”, es que, aunque el gobierno pierda calor de masas, no pierde el de este activo militante, politizado y entusiasta, que lo acompaña fielmente, y tal vez lo siga acompañando hasta el final.
Los cientos de organizaciones que lo nuclean son muy diversas, promueven iniciativas concretas también muy distintas, pero el kirchnerismo no ha tenido dificultad sin embargo para vertebrarlas y mantenerlas alineadas detrás suyo.
El uso muy extenso e intenso de recursos públicos puede explicar en parte esta capacidad, pero sólo en parte. Hay detrás de ella también la eficacia articulatoria de una ideología “orgánica” que organiza y da sentido a la acción del gobierno y de sus seguidores: la del populismo regenerativo.
Él es particularmente propenso a dividir la escena política en buenos y malos, y a atribuir a la eliminación de los malos una función reparadora y transformadora. De nuevo, no es que los Kirchner lo hayan inventado: esa forma de ver las cosas está grabada en los genes de muchos argentinos, y es lo que ha hecho del resentimiento una de las pasiones más constantes en nuestra vida política.
Lo otro que ha quedado en claro en el desarrollo de las recientes agresiones a periodistas es lo mucho que contribuye el discurso de los organismos de derechos humanos a la descalificación de los enemigos del “gobierno nacional y popular”. Estos organismos, o al menos los más activos de ellos, nunca tuvieron raíces liberales y republicanas firmes. Y la poca afinidad que tenían con esos principios la perdieron del todo en los últimos años.
En la medida en que ellos fueron adquiriendo un único y exclusivo foco, y una visión polar y excluyente de la lucha política que encaraban, la de demostrar la culpabilidad y castigar a los violadores a los derechos humanos de la última dictadura, no es de asombrarse que se prestaran dócilmente a legitimar una gestión de gobierno que satisfacía esa meta. Y lo han hecho por cierto con entusiasmo, proveyéndole argumentos justificatorios no sólo en ese, sino en todos los demás asuntos y terrenos.
Al ceder a esta cooptación, esos organismos perdieron toda capacidad para promover la protección de derechos de la sociedad en general, o para formar consensos amplios en la vida política, que incluyan a más de al oficialismo y a su subcultura de izquierda, los puntos de vista de otros actores.
Pero eso no les ha impedido ejercer una suerte de censura moral sobre muchos de estos actores que descalifican, incluidos los periodistas. Para muchos hombres de prensa, concluir que entidades como las que dirigen Bonafini y Carlotto han dejado hace tiempo de ser promotoras de los derechos ciudadanos, y pueden incluso ser dañinas para ellos, supone una ruptura dolorosa con su propia historia, además de un muy concreto riesgo moral, el de ser “señalados” como derechistas, procesistas, “cómplices de la dictadura”.
Tal vez es hora de correr ese riesgo, y aceptar que el problema ha sido, en todo caso, no haberlo corrido tiempo atrás.
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