Un país transformado en una cancha, en una gresca de hinchadas

viernes, 23 de abril de 2010

Por Ernesto Tenembaum


La escena ocurrió el martes a las diez de la noche, en Corrientes y Montevideo. Estudiantes, a esa altura, empataba cero a cero con Alianza Lima y se jugaba la clasificación a octavos de final de la Libertadores.

Habíamos cenado cuatro amigos y nos quedamos conversando en la puerta de Lalo de Buenos Aires, uno de los mejores restaurantes de esta ciudad. Todos los que estábamos allí somos bastantes públicos. Tanto que, a dos de nosotros, a unos metros de donde conversábamos, se nos podía ver en un simpático afiche que el kirchnerismo difundió esta semana.

Para más datos: de los cuatro que estábamos allí, yo soy el más crítico con el Gobierno. Y a uno de mis amigos el Gobierno le cae francamente bien, por algunas de sus evidentes virtudes, pese a algunos de sus evidentes defectos y –más que nada, algo habitual en nuestros círculos– porque comparte –o percibe que comparte– los enemigos con él.

Cuestión que se acercó un hombre y me palmeó: –Grande, Ernesto –me dijo.

A mí siempre me sorprenden esas reacciones. Alguna gente se relaciona con figuras de alguna relevancia pública como si fuéramos futbolistas o algo así. ¿Grande? Qué vergüenza.

Luego lo señaló a mi amigo, el que tiene una percepción muy positiva del Gobierno, y dijo, con cara de pocos amigos: –Ojo con este que es kirchnerista. Y se fue. El tipo tiró su porquería y siguió caminando.

Yo quise explicarle que las cosas no son así, que ser K, o filo K, o anti K, o un poco K, o K según los tiempos, o raíz cuadrada de K, o K al cuadrado no define a nadie. Últimamente, ando con demasiadas ganas de explicar las cosas. Debería consultar a un especialista.

Mi amigo me tocó el brazo como quien dice: “Dejá, no tiene sentido, las cosas están así, ya va a pasar”.

No todos mis amigos son tipos piolas pero este sí (a pesar de tener simpatía con el Gobierno –disculpen, no pude evitar el chiste–).

Uno de los dos que vio el episodio, digamos, desde afuera, contó una anécdota. “Esto es como la lógica de la cancha. Hay un momento en que una hinchada te toma de enemigo, o de amigo. Mirá lo de Riquelme. ¿Qué sentirá el tipo cuando sale a la cancha y la barra brava lo ovaciona o lo putea? Es así. En eso se está transformando la política. Uno toma partido y grita. Se es de Boca o de River. Punto. Y el que no salta es un traidor, un holandés o lo que fuere.”

Debo reconocer que a esa altura ya estaba por empezar el segundo tiempo de Estudiantes-Alianza Lima y yo quería cruzar a un bar de enfrente para ver cómo iban las cosas. Quizá por eso, el ejemplo me resultó un poco ofensivo. ¿Por qué, en estos tiempos en que Boca y River hace rato que no son protagonistas de nada, aun personas inteligentes los usan como ejemplo en todas las metáforas futbolísticas? ¿No es hora de que empecemos a hablar un poco de los mejores que, es obvio, ya se sabe quiénes son?

Igual, me dejó pensando. La metáfora está piola pero deja un halo de tristeza enorme. Porque, justamente, si hay algo irracional, emotivo, visceral y poco constructivo es lo que pasa en las canchas de fútbol. Las cosas que es capaz de gritar una persona en un partido son inconcebibles.

Ustedes recordarán a la hinchada de Chacarita cantando “Ahí viene Hitler por el callejón matando judíos para hacer jabón”, sólo para herir a los de Atlanta. O a los de River coreando, masivamente: “Qué feo es ser bostero y boliviano, en una villa tienen que vivir, su madre revolea la cartera”, etc., etc. Los peores arranques de racismo y de violencia y de irracionalidad se dan en las canchas. Libros enteros se han escrito sobre esas descargas. La violencia de las barras bravas es sólo una expresión delirante de tanta irracionalidad.

Pero, en todo caso, la pasión por un equipo de fútbol tiene algo de sublimación. Cuando no pasa a mayores, es un juego. E involucra sólo a quienes están en un estadio. Que un país se transforme en una cancha, en una gresca de hinchadas, es un poco más grave, más delicado, más preocupante.

El pequeño episodio del energúmeno ese que me advirtió contra mi amigo, el que simpatiza con el Gobierno, es una muestra más de la tensión que se siente últimamente en la calle. No ha pasado nada gravísimo, nada terrible, nada irreparable. Pero cualquiera de los que estamos acostumbrados a que nos reconozcan nos damos cuenta de eso. Las muestras de simpatía están un grado más arriba de lo que deberían estar y las de rechazo, también. Siempre son más las primeras pero duelen más las segundas.

Cada vez que se plantea este tema en el debate público, comienza el segundo debate acerca de cómo empezó todo, o de quién tiene más responsabilidad. Al comienzo de este gobierno esa discusión giraba acerca de si el culpable era el Gobierno o José Claudio Escribano y Mirtha Legrand.

Ahora, si es el Gobierno o el Grupo Clarín. En el medio, si era el Gobierno o el campo. En todos los tiempos, si el Gobierno o la clase media gorila. En algún momento, si el Gobierno o Bergoglio, o si el Gobierno o Hermenegildo Sábat. Y así (menos mal que la Corte Suprema no responde a las acusaciones de “decrépita” porque ya estaríamos discutiendo si no fue la Corte la que empezó con todo esto).

Yo tengo mi posición al respecto. Creo que al Gobierno le cabe una enorme responsabilidad en lo que está pasando y que la apuesta a la polarización fue una decisión política tomada desde que Néstor Kirchner asumió en el 2003, en base a un modelo exitoso implementado ya en Santa Cruz.

Por supuesto que Kirchner se encontró con una evidente intolerancia de sectores, sobre todo, de la prensa conservadora. Pero ese detalle que se podría haber obviado, discutido en tono sereno, contrarrestado con políticas de difusión inteligentes, se contrarrestó con una violencia discursiva tan impresionante, que fue generando –a mi entender, con una intención obvia– el clima de tensión que se vive en estos tiempos.

Lo de los afiches –que ningún dirigente kirchnerista repudió, como tampoco repudiaron el incendio del auto de la periodista Adela Gómezes sólo la expresión menos inteligente de esta campaña.

La propaganda oficial, desde el mismo año 2003, sostuvo que era un gobierno débil, asediado y agredido como ningún otro en la historia y que por lo tanto debía defenderse con agresividad. Además, era el mejor gobierno de la historia.

Dada esa situación, solo quedaba una opción: alinearse con él y despreciar a sus enemigos, primero, y a sus críticos, después. Ser –de manera más o menos sutil– la barra brava del Gobierno. Eso generó reacciones en espejo que dieron argumentos a la misma campaña, todo se espiralizó y así estamos.

Sé que estos últimos dos párrafos son los más duros para un lector que tiene simpatías con el Gobierno, entre ellos, para mi amigo, el de la cena del martes. Y no pretendo establecerlo como una verdad revelada.

Pero es lo que pienso.

Es el mismo clima que se vivía en Santa Cruz y no había allí ni agropower, ni Grupo Clarín, ni amenaza golpista.

Pero no es lo único que pienso. Creo, además, que a la desmesura K le sigue mucha desmesura anti K y que a estas alturas una cosa alimenta a la otra y que se torna irrelevante ya pensar quién empezó todo y que se están sembrando semillas de árboles que no crecerán demasiado sanos.

Y escribo esto y pienso inmediatamente que esto es un gran triunfo del Gobierno, porque cuando se toma partido no se piensa y no se discute con serenidad, ni las fallas de una gestión, ni la corrupción de nadie, ni las relaciones mafiosas.

Todo es una operación, todo es o no es funcional a la causa, todo es sospechoso. Y luego pienso que es una gran derrota del Gobierno, porque –a la larga y a la corta– mucha gente se preguntará por qué cosa tan trascendente nos peleábamos en estos tiempos extrañamente prósperos.

Y la verdad es que no se entiende. Y porque gobernar también es crear climas de armonía, de alegría, que permitan a las personas vivir mejor, no solamente en lo económico. Y, en eso, los Kirchner fallan muchísimo. Es decir, gobiernan mal. No pasaba esto antes de ellos. Pasaban muchas otras cosas. Pero esta división no existía.

Todo eso pienso.

Pero sobre todo pienso que tenemos que bajar todos un cambio y no adjetivar tanto y dejar de mirar la paja en el ojo ajeno, dividir el mundo entre buenos y malos, como si tal cosa, y de adherir a causas pequeñas y discutibles como si fueran cruzadas liberadoras.

Pienso en el que pegó los afiches con nuestras caras, ¿en qué ideales creerá? ¿Qué causa justa pensará que defiende? Pienso en Mariotto hablando frente a carteles con otras caras de periodistas. ¿Realmente pensará que está construyendo un país mejor?

También pienso que me impresiona lo cómoda que se siente alguna gente –más de la que hubiera imaginado– en la dinámica del odio: lo fríos que se vuelven, la manera en que se les endurece el alma, la insensibilidad que los domina, su cinismo, su deshumanización.

Y que una causa para defender en la Argentina, hoy, es la del derecho a ser respetados.

En fin, que me estoy transformando en alguien que piensa demasiado. Ya lo dije: debería consultar.

Y, por un momento, me olvidé de lo importante. Estudiantes clasificó primero en su zona para los octavos de la Libertadores. Y va primero en el campeonato local. Creo que voy a empezar a ir a la cancha a decir barbaridades. Es buena época porque, dicen, somos los mejores. Uno descarga y sale lo más campante, aliviado.

Es lindo poder putear a alguien desde el anonimato, ¿no? Quizás, hasta me anime a tirar un cascote. Total, del otro lado están los enemigos.

Vamos Pincha, carajo.

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