Por Pepe Eliaschev
El país vuelve a ser el escenario elegido para la puesta en escena de grandes revolcones mortuorios. En el pedestal del monumento a Roca, en Diagonal Sur y Perú, una agrupación de izquierda ha pintado “Derrocar a Roca”.
Encausar muertos y derrocar estatuas es una de las delikatessen argentinas. Los militares robaron el cadáver de Eva Perón en 1955. Los Montoneros, que habían secuestrado y asesinado a Aramburu en 1969, robaron de nuevo su cadáver en 1974. Ya en democracia, las manos de Perón fueron serruchadas y robadas de su tumba en 1987.
¿Juzgar a Roca? ¿Encausar a Neustadt? Nada nuevo en una Argentina que participa de una acendrada cultura de ultratumba. En su poderoso y desasosegante film Secuestro y muerte, Rafael Filipelli -con guión de Beatriz Sarlo- despliega una deslumbrante mirada sobre el crimen de Aramburu. Revela, desde la extrema continencia de una factura de austeridad ejemplar, la temible banalidad homicida que cruza toda la historia argentina.
Pero la necesidad de recordar, la tenaz decisión de preservar la memoria como enseñanza y educación para futuras generaciones, se han ido cristalizando de la peor manera en la Argentina, con autonomía y respiración propias. La santificada memoria ha sido ella misma ofrendada en el altar de conveniencias muy pedestres.
En muchos sentidos, es como si esa memoria irreductible e inoxidable se hubiera convertido en una enajenación del sereno recuerdo reparador, un dispositivo adornado, en su exterioridad, de excelsas (y aparentes) bellezas morales, pero que en realidad funciona al servicio de proyectos y causas muy visiblemente asociadas al ejercicio y preservación del actual poder político.
Es una memoria “para”, un fenómeno muy ostensiblemente enganchado con criterios y cálculos de corto plazo. Se vincula con fuertes tradiciones nacionales, impávidas pese a las décadas, una suerte de eterno presente empapado de una historia perpetuamente sostenida en acto. La idea de “derrocar” a un estadista que nació en 1843 y murió en 1914 o enjuiciar a un periodista que nació en 1925 y murió en 2008 manifiesta una pétrea callosidad. Se menta la historia, pero no como referente valórico o contexto explicatorio de un fenómeno, sino aceptando resignadamente que estamos enjaulados por el perfume del pasado.
Días atrás, mientras esperaba que me llamasen a embarcar en Aeroparque, observé que un hombre de mediana edad, con un sobrepeso inocultable, semicalvo y con aspecto de profesional, refunfuñaba mientras leía La Nación en la cafetería, sentado a una mesa junto a la mía. Tras varios resoplidos, escuché que exclamaba en voz bien alta: “¡Qué gorilas!”. Sonriente, tomé de una silla cercana uno de los diarios “gratuitos” que publica el Gobierno, se lo alcancé y le dije: “Tenga, deje de sufrir, lea éste, que no es gorila, pero sí lo pagamos todos”.
Me impresionó una vez más la rústica vigencia del concepto “gorila”, acuñado hace más de medio siglo y resucitado hace pocos años al compás de los esfuerzos gubernamentales para polarizar el país.
Los escrachadores de periodistas de estas últimas semanas encarnan lo que, me temo, es el rasgo más vituperable de este chapoteo en el pasado. La misma sociedad en cuyos sótanos se escondieron durante lustros infinidad de personas que decían no saber, no conocer, no haberse enterado ni querer hacerlo ahora se regocija de su sobreactuado y ruidoso memorismo militante. Pero lo hace apelando a las peores esencias de aquel pasado que supuestamente quiere homenajear.
Ha santificado un papel honorable del odio, sacraliza la contienda y vive enamorada de la denuncia. Lo que hace es escandalosamente arcaico, incluso para la Argentina. De los truculentos años de “¡Mueran los salvajes unitarios!” a este renovado espasmo de zafarranchos contra quienes no comulgan con el Gobierno no hay grandes diferencias.
Una adrenalina alimentada de desprecio infinito sigue pautando la respiración nacional. Siempre hay chivos emisarios para ese odio congénito.
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