El demagogo, es decir el dominado por el delirio de grandeza, busca títulos y honores

martes, 6 de abril de 2010

Por Marcelo Ostria Trigo

Es normal –y deseable- que los gobernantes informen a los ciudadanos, en declaraciones o conferencias de prensa, sobre lo que hacen y se proponen hacer. Pero no es aceptable que, en lugar de informar y explicar, se hagan conocer planes e iniciativas claramente incumplibles y, frecuentemente, extravagantes.

A esto se llama demagogia, o sea la “degeneración de la democracia, consistente en que los políticos, mediante concesiones y halagos a los sentimientos elementales de los ciudadanos, tratan de conseguir o mantenerse en el poder”. La demagogia se agudiza en épocas electorales y casi siempre deriva en la megalomanía o “delirio de grandeza, (la) obsesión compulsiva por tener el control de todo, incluyendo emociones”.


La historia muestra que el poder total no sólo corrompe, sino que impulsa a la mentira y, lo que ya se vuelve más preocupante, al insulto y a la ofensa, contando con el aplauso de áulicos e ingenuos.

El demagogo que se hace del poder, frecuentemente procura convencer y actúa como conductor de pueblos y creador de causas nobles. Pretende ser la reencarnación de un prócer. Desfilan ante sus ojos imágenes a elegir: Sarmiento, Napoleón, Bolívar, Martí, San Martín, etc.

En un caso, se percibió que la invocación a Simón Bolívar, enfervoriza a los pueblos liberados por éste. Entonces, qué mejor que llamarse a sí mismo “bolivariano”, es decir seguidor del genio de la emancipación hispanoamericana. Otros, buscan distintos personajes, y se esmeran en ser también la reencarnación de Sarmiento y dicen querer igualar a los estudiantes en la educación pública como lo hizo el ex presidente en el siglo XIX.

El demagogo, es decir el dominado por el delirio de grandeza, busca títulos y honores. En la etapa de su deterioro, pretende ser figura universal y se esfuerza en multiplicar sus iniciativas, como guía y conductor de pueblos, recibiendo, entonces, las lisonjas de sus áulicos y de los bribones arribistas que medran alrededor del sátrapa.

Y así surgen las demasías: el demagogo hace propuestas imposibles, no sólo para el público interno, sino para todo el mundo: Un conspicuo ejemplo de disparate.
Al demagogo, ya en el papel de autócrata, constantemente se le ocurre que es merecedor al reconocimiento universal por su genio creador y por su contribución a los derechos humanos y a la concordia universal.

No parece preocuparle que no haya cumplido su lema “somos (él y sus partidarios) de la cultura de la vida”, a sabiendas de que, bajo su dominio, murieron ciudadanos y que, además, ordenó perseguir a opositores/enemigos. Pero cree, o le hacen creer, que lo merece todo; al fin y al cabo ha sido entronizado como un redivivo soberano originario.

Pero esas “lindezas” están fuera de tiempo. Por el ‘corsi e ricorsi’ de la historia, está cercano el ocaso del autoritarismo en América Latina. Terminará su mandato, ya en problemas, llevándose por delante la cruel esencia del populismo y, entonces, conductores y partidarios tendrán que tomar en cuenta aquello de que, “cuando veas a tu vecino la barba pelar, pon la tuya a remojar’.

Cualquier parecido de los personajes aludidos con personas reales, no es coincidencia.

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