La política da estas extrañas vueltas en donde todo progreso es un regreso

sábado, 3 de abril de 2010

Por Tomas Abraham


Hay algo podrido en la Argentina, o algo perfumado, todo depende de la nariz con que se huela. El sentido del olfato está agudizado y parecemos sabuesos arrastrando el hocico desesperados por descubrir alguna pista. ¿Cuál es la presa?, o, mejor dicho, ¿quién es el candidato?

Casi de soslayo, como quien no quiere la cosa, la interpretación de lo ocurrido el 28 de junio del 2009, ha cambiado de signo. De positivo se ha convertido en neutro. El famoso no positivo es ahora un “ni fu ni fa”. Me explico.

En los sectores de la oposición hay un reconocimiento de la fuerza del kirchnerismo y de su protagonismo político a la vez que la confesión de sus propias contradicciones. Quiero decir que lejos ha quedado el triunfalismo del año pasado y el diagnóstico de victoria que festejaban los eventuales ganadores.

La realidad política se me presenta del modo siguiente. Las críticas al Gobierno se condensan en dos ejes principales: la inflación y el autoritarismo.

Respecto de éste último creo que la crítica no es del todo sincera. El deseo de jefatura es una manifestación libidinal de toda la clase política argentina – y no sólo política– casi sin excepciones. Cuando la hay, me refiero a la excepción, sólo es elogiada una vez que el personaje tolerante, plural, dialoguista, está muerto. Sirve para los homenajes. Pero en vida se lo quiere caudillo. No nos caracterizamos por la parsimonia uruguaya, la corrección chilena y la suavidad brasileña. Nuestro tono es el del mandón.

A pesar de los monumentos y de los días dedicados a la Memoria, hay muchos que olvidan o quieren olvidar la admiración que provocaba Menem aún en sus adversarios por el modo en que manejaba el poder. Ni siquiera le hacía falta gritar. Los diez años en que casi nunca dejó de ganar elecciones son una prueba al respecto.

La arbitrariedad, el autoritarismo y el llevarse a todo el mundo por delante, es un rasgo caracterial de todo argentino con un poco de poder, y una necesidad orgánica en un sistema de saboteo permanente de toda iniciativa que le reditúe ventajas a un adversario o enemigo. El poder debe ser y manifestarse como unipersonal.

Respecto de la inflación y del supuestamente desmesurado gasto público, el gobierno cree que lo puede controlar. Para eso cuenta con nuevas divisas de una exportación en aumento y especula con la posibilidad de lograr créditos blandos una vez insertados en el mundo financiero internacional. Cree así equilibrar al menos hasta las próximas elecciones el aumento del gasto que significa actualizar los subsidios al transporte, a la línea aérea nacional, al futbol y los montos que exigen los gastos sociales comprometidos como la asignación por hijo.

El Gobierno resistirá a los embates que quieren reducirle su manejo discrecional de la coparticipación, y tiene posibilidades de hacerlo ya que a peso de que le saquen del impuesto al cheque –si es que no lo suprime– es peso que se guardará y descontará de los préstamos que hace a las provincias para paliar su déficit.

Por supuesto que todo puede explotar e irse al mismísimo diablo. Siempre gana en la Argentina el pronosticador de desastres ajenos. Basta echar una mirada suscinta a nuestra historia reciente para distribuir con justicia los desastres en cualquiera de las perspectivas de política económica que se han adoptado a lo largo del último medio siglo.

La lucha entre desarrollistas y monetaristas, como antes entre liberales y nacionalistas, o entre peronistas y gorilas, siempre han terminado con una derrota para ambos. Claro que con algunos bolsillos llenos y muchos bolsillos rotos.

Decir que la inflación no es mala parece una broma en un país en el que hubo un desastre híperinflacionario en el ‘75, ‘80, el ‘89, el 2001, con un desbarajuste tal que empobreció a la mayoría del país, concentró en extremo la riqueza y nos regaló la dictadura del 76, las Malvinas del ‘82, la renuncia de Alfonsín bajo la sombra de Seineldín, y los cinco presidentes más el corralito de diciembre del 2001.

Pero aquellos que añoran los años de la estabilidad encuadrada por la moneda convertible, no deberían olvidar que de modo paralelo a los precios inamovibles de las mercaderías los créditos eran un formidable negocio para comercios y bancos ya que a inflación cero se cobraba un crédito en cuotas y un pasivo de tarjeta a una razón de 40% anual. La estabilidad se lograba sobre la base de una deuda desmesurada no sólo externa sino interna.

Una inflación que oscila entre el 20 y el 30% coloca al país al borde del abismo, pero el gobierno cree que con viento a favor puede aproximarla a algo menos del 20. Si lo logra, podrá solidificar sus bases de apoyo que no son pocas. Enumeremos: la CGT, sectores de la CTA, los gremios de la educación, la corporación cultural, las organizaciones de los derechos humanos, la Banca y el mundo de las finanzas, sectores de la UIA que agradecen el dólar alto, las organizaciones sociales, algunos gobernadores y no pocos intendentes.

La oposición sueña con el ballotage y ya acepta que puede perder en la primera vuelta. Pero especula con que el odio mayoritario al kirchnerismo será decisivo cuando se enfrenten el candidato oficial y el opositor seleccionado. De cumplirse este anhelo se podrá repetir algo parecido a las elecciones del 2003.

Si sucediera algo así, sería una confirmación de que la Argentina es redonda. Bastarían los anteojitos para apreciar su formato en 3D. Sólo en un país redondo la política da estas extrañas vueltas en donde todo progreso es un regreso.

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