Por Nelson Castro
Ahora van por los jueces. Esta es la verdadera razón que explica el súbito interés que el matrimonio presidencial viene exhibiendo por la calidad de la Magistratura.
Ya se sabe cuáles son los “remedios” que los Kirchner han ordenado poner en práctica para frenar estos hechos: paralizar al Congreso y presionar y, si fuera posible, destituir a los jueces que producen fallos adversos al Gobierno.
Durante su presidencia, Néstor Kirchner produjo un elogiable hecho de alta significación política al poner en marcha la liquidación de aquella verdadera “Corte de los Milagros” instaurada en la década del 90 por el menemato con el objetivo de asegurar la necesaria cuota de impunidad para aquel gobierno atravesado por la corrupción, de la cual no está exento el actual.
Pero esa movida no tuvo los efectos queridos por el Gobierno, que también aspiraba a una Corte formada por personas prestigiosas que, por afinidad ideológica o devolución de gentilezas, le fuera adicta. Por eso fue que, cuando el matrimonio presidencial cayó en la cuenta de que la maniobra había salido mal, decidió no completar las vacantes de la entonces Corte de nueve miembros con el objetivo de paralizar su acción.
La prolongación de esa situación la tornó insostenible, lo que forzó al Gobierno a aceptar la realidad y, por medio de la reducción del número de miembros del alto tribunal, devolverle su funcionalidad. Como ya dijimos hace un tiempo, hoy la inquina de los Kirchner se centraliza en la figura del presidente de la Corte, Ricardo Lorenzetti.
La idea que ha puesto en circulación el Gobierno es la del control de calidad de los jueces. Es, sin dudas, un tema muy importante. El problema principal que atañe el desempeño de los jueces es su honestidad. Pero ocurre que esto ya está contemplado en la organización vigente del sistema judicial a través de la organización de sus distintos estamentos y, en última instancia, del juicio político.
Cuando hay un mal juez y la política no se interpone para protegerlo, el sistema lo eyecta en forma contundente. El caso de Federico Faggionato Márquez es un ejemplo. El opuesto lo representa el juez federal Norberto Oyarbide, a quien el justicialismo protegió durante el juicio político que le siguió y cuyo veredicto se apuró el 11 de septiembre de 2001, día en el que, tanto en la Argentina como en el mundo, la atención estaba excluyentemente concentrada en el drama de las Torres Gemelas de Nueva York.
La historia de Alberto Balestrini es la de tantos otros dirigentes dentro del peronismo. Hombre de La Matanza, salió del anonimato cuando se sumó a las huestes de Eduardo Duhalde a fines de 1998, durante la feroz interna del justicialismo en la que le disputó y le ganó el distrito al barón de aquel momento, Alberto Pierri.
Con la llegada de Néstor Kirchner al poder, Balestrini actuó según la lógica del PJ terminó de abandonarlo a Duhalde en las elecciones de 2005. Alberto Balestrini es una figura de un enorme peso político dentro del kirchnerismo bonaerense.
Su hábil muñeca política ha sido clave para manejar a los intendentes peronistas del siempre difícil Conurbano. Su conocimiento de esa realidad ha sido también fundamental tanto para Daniel Scioli como para los Kirchner.
Esa importancia venía creciendo en la circunstancia actual de quejas y lealtades debilitadas que perturban a Néstor Kichner. La severa hemorragia que afectó los lóbulos frontal y temporal de su hemisferio cerebral derecho puso en serio riesgo su vida, riesgo que aun, lamentablemente, no ha desaparecido. Este episodio concerniente a la salud del vicegobernador de la Provincia de Buenos Aires tiene consecuencias preocupantes para el kirchnerismo en ese distrito. “Es una pérdida muy pero muy importante para nosotros”, reconocía una fuente del oficialismo.
El sucesor de Balestrini como presidente provisional del Senado bonaerense es Francisco Scarabino, un hombre que fogoneó la reforma política que enfureció a Néstor Kirchner al extremo de hacerle ordenar su modificación. Scarabino no habrá de ser un kamikaze que boicoteará al ex presidente en funciones. Pero es difícil que pueda igualar el juego político que hacía el vicegobernador.
El primer motivo para ello fue la increíble confesión que Carlos Reutemann le hizo a Joaquín Morales Solá sobre su decisión de no ser candidato. Quienes conocemos a Joaquín no tenemos ninguna duda de la veracidad de lo escrito por él . Y, por su parte, quienes conocen a Reutemann confirman, a través del minué de sus desvaídas desmentidas, el perfil psicológico complejo de un hombre casi siempre inescrutable. Esto lo pudo experimentar, hace un par de semanas, Francisco de Narváez en su encuentro a solas con el ex piloto de Fórmula 1.
El otro motivo de alegría para el kirchnerismo fueron los fracasados intentos de sesionar tanto de la Cámara de Diputados como del Senado. El enojo de la ciudadanía frente a esta circunstancia ha sido mayúsculo.
Tras el fiasco en el Senado, Julio Cobos reunió al presidente del bloque del Frente para la Victoria, Miguel Angel Pichetto, y al de la UCR, Gerardo Morales. Les pidió que, a fin de poner a la Cámara Alta a sesionar, se acordara debatir otros temas diferentes a los dos más ríspidos: el DNU del pago de la deuda con fondos del Banco Central y la modificación del impuesto al cheque.
La respuesta de Morales y de Pichetto fue no. Por eso sorprendió escuchar alguna declaración del senador oficialista hablando de la voluntad de su bloque de buscar acuerdos con la oposición. La verdad, en cambio, es otra: lo que al Gobierno le interesa es que el Congreso funcione lo menos posible.
Lo de la Cámara de Diputados tuvo visos de ópera bufa. La excusa de varios legisladores de la oposición de que no llegaron a sus bancas porque no se hizo sonar la chicharra fue poco seria. Cierto es que hasta el 10 de diciembre pasado el oficialismo hizo alargar las esperas interminablemente hasta imponer el quórum, pero, como lo admitió un representante de la oposición, “la chicharra no sonó, pero todos sabíamos de la sesión. Debemos reconocer que estuvimos mal”. Hasta ahora la oposición ha sido mucho ruido y pocas nueces.
A esta lista de fracasos hay que agregar el fallido intento de la Iglesia de emitir un documento sobre la pobreza firmado por representantes de la dirigencia empresarial y sindical. Internamente, esto dejó mal parado al obispo de San Isidro, monseñor Jorge Casaretto, quien tuvo una participación clave en generar diálogos intersectoriales en aquel dramático verano de 2002.
“Se tiró a la pileta y no había agua”, explicó alguien que conoce lo que allí pasó. Es evidente que el obispo tuvo mala información sobre las reales posibilidades de lograr esas firmas. Esta es la consecuencia de la fragmentación de la Argentina de hoy día, dominada por la altisonancia y el desacuerdo.
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