Uno de los puntos culminantes de los retiros de ejercicios espirituales de antaño era la tenebrista descripción de las penas del infierno, que acechaban flamígeras en el precipicio situado a la izquierda del itinerario del hombre. Descripciones llenas de detalles crudos sobre la intensidad y duración de los tormentos, cuya explicitación variaba de acuerdo con la imaginación un punto sádica del maestro de ceremonias.
La verdad es que en líneas generales siempre resultaban más creíbles, pese a su fundamental inverosimilitud, que las edulcoradas y borrosas estampas de la beatitud celestial. Una herencia de Dante, supongo. Y daban pie al humor negro, como el de aquel feligrés que interrumpió al cura engolfado en su tarea de narrar espantos punitivos: "Ya está bien, padre. Si hay que ir al infierno, se va, pero ... ¡coño, no acojone!".
Este gusto sacro por la pedagogía de lo escalofriante parece irse generalizando. Ya hace varios años que la Dirección General de Tráfico optó por prevenirnos contra los accidentes empleando imágenes de carrocerías machacadas, niños que chillan despavoridos y parapléjicos contritos. No queriendo ser menos, las autoridades sanitarias adornan las cajitas de cigarrillos con fotografías de tumores y pulmones perforados.
Por su parte, las campañas contra el aborto no renuncian a asestar a los impíos retratos de fetos despedazados y otras referencias clínicas espeluznantes a la masacre de los inocentes. Salvo los caníbales, siempre tan suyos, nadie puede permanecer impávido ante tal carnicería.
Confieso cierto prejuicio contra estas formas de persuasión por medio de la agonía emocional y la truculencia. Soy de los que creen que la imagen no sólo no vale más que mil palabras sino que necesita más de mil para valer algo. Y desde luego prefiero que me hagan pensar a que se esfuercen en hacerme llorar o temblar. Además, me uno al ruego del feligrés contra la pedagogía del terror que confunde conmover y convencer: oiga, no acojonen, que bastante tenemos ya cada uno con lo nuestro.
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