¿Los grandes líderes hacen la historia o son arrastrados por ella?

martes, 25 de mayo de 2010

Por Paul Kennedy Historiador Yale University

Carlyle creía que de los héroes derivaban las decisiones que marcaban cada época. Marx apostaba al motor de las circunstancias no previstas por los hombres. Es un debate aún no zanjado, quizá porque la vida se teje siempre entre los pueblos y los vientos de cambio.

Hace unos 70 años, la noche del 10 de mayo de 1940, un político macizo y controvertido ingresó en el Palacio de Buckingham para una audiencia con el Rey Jorge VI. El rey le pidió que fuera primer ministro y que formara un gobierno. El político luego partió para llevar a cabo su nuevo trabajo. Se llamaba Winston Churchill.

En ese momento, y hasta el día de hoy, ese cambio de liderazgo -el conciliador Neville Chamberlain desapareciendo del escenario por la izquierda y el gran héroe de guerra Churchill avanzando por la derecha- se consideró decisivo. Terminó la década insípida y deshonesta de 1930; comenzó "sangre, sudor, esfuerzo y lágrimas", y al final, una victoria muy reñida.


Si algo podía probar el argumento de Thomas Carlyle sobre la importancia del Gran Hombre en la historia, ahí estaba. Había asimismo amplias pruebas contemporáneas a favor de esta teoría centrada en los líderes, en Hitler (que adoraba a Carlyle y continuaba leyéndolo todavía en su bunker en abril de 1945), Stalin y Roosevelt.

Tampoco hay ninguna razón para poner en duda que el acceso de Churchill al poder cambió muchas cosas. Unificó la nación británica de una manera asombrosa: incorporó a políticos laboristas y liberales en su Gabinete de Guerra, nombró a Clement Attlee, el líder del Partido Laborista, como su viceprimer ministro, unificó las estructuras separadas del comando de defensa y asumió enormes facultades ejecutivas.

Tampoco se trató de cambios meramente constitucionales y organizativos, como reacomodar los sillones en la cubierta de un transatlántico. Churchill trajo consigo sus extraordinarios talentos para la retórica y el lenguaje, los más grandes desde Shakespeare, y tan electrizantes que escuchando aun hoy las transmisiones grabadas de sus grandes discursos durante la guerra, cuesta no llorar un poco (a mí, ciertamente). Como señaló más de un observador, el nuevo primer ministro movilizó el idioma inglés y lo mandó a la batalla.

Con razón suele encabezar las cuentas -tanto estadounidenses como británicas- como la figura más significativa del siglo XX. Puso su sello en los asuntos mundiales. Sin embargo, ¿fue él -o cualquiera de los otros Grandes Hombres- tan decisivo en la modificación de las corrientes y las fuerzas de los asuntos mundiales? Es una pregunta general que ha atraído la atención de historiadores, filósofos y politólogos a lo largo de más de 2.000 años, y con razón, porque se refiere a la causalidad de los cambios en el tiempo.

¿Qué es lo que cambia, en definitiva, el curso de la historia? Curiosa y coincidentemente el cuestionamiento más importante a la teoría del gran líder de Carlyle vino de su colega victoriano Karl Marx, ese filósofo-historiador y economista político emigrado anti-idealista. En los párrafos iniciales de su clásico El 18 de Brumario, presenta las famosas líneas: "Los hombres hacen su propia Historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado". Qué frase sorprendente. En ella, Marx captura no sólo la acción del esfuerzo humano sino que nos recuerda lo limitadas que están aun las personas más poderosas por el tiempo y el espacio, por la geografía y la historia.

Y así fue con Churchill. Pese a todas las facultades que reunió bajo su mando, no pudo evitar que la Blitzkrieg nazi asolara Europa, que sacara a sus divisiones británicas de Noruega, Francia, Gracia y Creta. No pudo evitar que Japón capturara de una manera brillante una parte tan grande del Imperio Británico en Extremo Oriente, Hong Kong, Malasia, Singapur, Birmania.

No pudo evitar que el Ejército Rojo se tragara toda Europa del Este, incluida Polonia, por la que hizo valer la razón de guerra en septiembre de 1939. Y no pudo, pese a lo valiente que era, impedir el ocaso y la caída de su amado Imperio Británico.

En suma, los logros de Churchill como líder en tiempo de guerra fueron notables, a decir verdad, asombrosos; pero no pudo modificar las corrientes más amplias de la Historia y tuvo que llevar a cabo sus políticas dentro de los límites que había heredado, tal como señaló Marx.

Hacia 1940, había fuerzas profundas en acción -fuerzas como el avance de Asia y la relativa contracción de Europa- que empezaban a cambiar el paisaje geopolítico del planeta y que, de manera muy obvia, continúan avanzando en la actualidad. Lo prodigioso, realmente, es que Churchill y su Estado insular relativamente pequeño lograran tanto y por tanto tiempo. Esta observación práctica sobre las limitaciones naturales de cualquier líder y gobierno, por poderoso que sean, ¿no es acaso válida para cualquiera de nuestros Grandes Hombres de la Historia?

Analicemos nada más que a los principales candidatos del siglo anterior. Hitler avanzó pisoteando a toda Europa; pero cuando imprudentemente entró en guerra con la URSS y los Estados Unidos en 1941 -mientras seguía combatiendo con el Imperio Británico- su Reich de los Mil Años fue barrido por fuerzas mucho más grandes.

Mussolini afirmó, a fines de 1943, que la Historia había tomado a Italia del cuello; lo que tomó a Italia fueron los bombarderos medianos, las lanchas de desembarco y los regimientos angloamericanos endurecidos por la lucha. Stalin sobrevivió a la Operación Barbarroja y todos los ataques posteriores de la Wehrmacht, no gracias a su genio patológico, sino porque sus ejércitos tenían los mejores cañones antitanque del mundo.

Años más tarde, Kennedy y Johnson perdieron en Vietnam porque combatir a los ejércitos de guerrilla en selvas densas y tierras pantanosas era imposible y, en líneas más generales, Occidente estaba en retirada en Asia. Cuatro siglos antes, el todopoderoso Felipe II de España había ordenado a su infantería castellana que se dirigiera al norte para aplastar la revuelta de los protestantes holandeses. Pero las corrientes de la Historia, ni hablar de las corrientes del río Escalda, iban en contra de la supremacía católica en Europa.

Tendencias mayores estaban en movimiento, les gustara o no a los emperadores y los presidentes.

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