Por Marcos Novaro
No ha habido mucho debate que digamos sobre el Bicentenario, no porque no haya diferencias y cuestiones a discutir. Tal vez el hecho de que estas hayan quedado un poco en sordina en los últimos tiempos se deba a que la gran mayoría está un poco harta de la discordia política y asocia, un poco exageradamente, el debate de ideas con esa mala costumbre Argentina que ya preocupaba hace cien años a Joaquín V. González.
Tal vez, la exigua discusión se explique en mayor medida por el hecho de que los grupos de opinión y facciones en pugna están en términos generales conformes con su versión de las cosas y han ido desapareciendo los espacios (universitarios, mediáticos, institucionales) en que podrían cruzarse con los adversarios.
Cierto es que esta Argentina facciosa en que vivimos no debe ser con la que soñaron los hombres de Mayo, ni los del Centenario. Curiosamente, una de las pocas cuestiones que sí se han puesto en discusión no refiere realmente al Bicentenario sino a lo que podemos llamar el “segundo centenario”.
Muchos de quienes proclaman en estos días inspirarse en el modelo económico vigente en 1910 y celebran los indudables logros que entonces el país podía mostrar a sus habitantes y al mundo, se han referido a la centuria transcurrida desde entonces como “los cien años perdidos”.
Desde el revisionismo (que en verdad, en los años treinta fue el que inventó esa visión decadentista hoy ya nacionalizada, y a la que en estos días recurre con más frecuencia el liberalismo conservador) y el oficialismo se ha tendido a responder que el centenario no fue la maravilla que se cuenta, que dominaba entonces una pequeña oligarquía que había creado un país para pocos.
Se recrea así una discusión que viene de largo: para los conservadores y liberales, Argentina perdió el rumbo cuando irrumpió el populismo, y abandonó las políticas de apertura al mundo, economía de mercado y control de la movilización política de las masas que hasta entonces tan buenos resultados habían dado; para los populistas en cambio, el problema fue la reacción conservadora y oligárquica ante el incontenible avance de los sectores populares en su aspiración de compartir los frutos del desarrollo ampliando sus derechos políticos y sociales.
No se pretende aquí analizar los aciertos o errores de una y otra postura, sino más bien aquello que ambas dan por obvio, que al país no le fue todo lo bien que hubiera podido irle, y la posibilidad de que hayan intervenido en ello algunos factores que no se tienen en cuenta pero que podrían ser parte de las dos perspectivas en pugna. Entre estos factores hay uno que naturalmente se destaca: la inestabilidad.
Que Argentina es un país que se ha caracterizado, durante el último siglo y hasta el presente, por el alto grado de inestabilidad es algo bien sabido. No por ello deja de ser pertinente reflexionar sobre las dificultades que ello ha acarreado a lo largo de la historia, y sobre el modo en que condiciona nuestra actual vida política.
¿De qué tipo de inestabilidad se trata?, ¿cuáles son las causas de este fenómeno?, y tal vez lo más importante, ¿la inestabilidad debe ser considerada una fuente de oportunidades o de problemas? ¿Es un síntoma de la apertura al cambio, de una realidad en transformación, o es más bien indicio de la frustración recurrente de proyectos de cambio, de la dificultad para estabilizar un orden compartido dentro del cual sea posible procesar cambios duraderos?
En los últimos tiempos ha ganado crédito la idea de que la inestabilidad no sería un problema a resolver, sino el indicio de una “batalla en curso”, desde hace décadas indefinida, entre fuerzas del cambio y el statu quo.
Si esto es así, todavía sería necesario atravesar fases de inestabilidad aguda, para poder llegar más adelante a una situación, además de estable, deseable en términos de calidad democrática, igualdad social, respeto de derechos, o lo que sea. Dar prioridad a la estabilidad, según esta perspectiva, sería una forma de detener y frustrar cambios posibles y necesarios. Estos argumentos, por tanto, legitiman lo que podemos llamar una “cultura de la inestabilidad”.
Es hora de someter a crítica esta cultura. Volver la mirada al centenario es a este respecto provechoso: la convivencia establecida hasta 1910 con gran éxito, y todavía con algunos buenos resultados sociales hasta mediados del siglo XX, entre inestabilidad y movilidad social y democratización, desde entonces fue sustituida por otra, entre inestabilidad y desigualación y deterioro institucional, que justifica asociar los esfuerzos por recuperar grados de igualdad perdidos a iniciativas estabilizadoras.
Con esta idea en mente, es posible hoy sostener que la inestabilidad económica, política e institucional experimentada en forma aguda entre los años cincuenta y setenta del siglo pasado no tuvo por causa la democracia de masas, la igualdad de condiciones heredada, ni el “empate social” de ella resultante, sino fundamentalmente otros rasgos, sólo circunstancialmente asociados a ellos, y que los sobrevivieron en el tiempo: la debilidad del estado, el espíritu refundacional presente en casi todos los proyectos políticos y el comportamiento mayormente faccioso de los actores sectoriales.
En segundo lugar, y en relación a lo anterior, que la desigualdad creciente a partir de los años setenta no ha estado tan asociada a la aplicación de “políticas estabilizadoras” como a su frustración, y al imperio de relaciones de fuerza crecientemente desiguales en un contexto persistentemente inestable.
Y por último, que la capacidad transformadora de la política no ha probado ser mayor, ni en nuestro caso ni en ningún otro, en un ambiente inestable que en uno estable. La inestabilidad que aún padecemos, y la cultura que la celebra, deben considerarse, en este sentido, como remanentes estériles de fenómenos en su origen asociados efectivamente a la juventud, la movilidad y la apertura al cambio que caracterizaron a la sociedad y la política Argentina hasta mediados del siglo pasado, y más en particular a la vía populista a través de la cual se canalizó entonces la democratización y la igualación social.
Pero, en la imposibilidad de reeditarse esa asociación, la inestabilidad, y con ella el populismo, se han vuelto obstáculos más que alicientes o recursos para recuperar el dinamismo y la integración social perdidos.
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