Por Rogelio Frigerio
Según la mitología griega, Pigmalión esculpió la estatua de una mujer tan bella que se enamoró perdidamente de su obra. Afrodita, la diosa del amor, se conmovió y le concedió vida a la escultura: la piedra se hizo carne y el deseo de Pigmalión, realidad. La psicología social, basándose en uno de los significados de este mito, denomina al fenómeno descripto “profecía autocumplida”, “realización automática de las predicciones” o “efecto Pigmalión”. Esto es, una premonición que, una vez hecha, es en sí misma, la causa de que se haga realidad.
Paralelamente, gran parte del fenómeno inflacionario argentino se explica a partir de las expectativas de los agentes económicos; los precios empiezan a tener una dinámica propia que surge de la percepción o –mejor dicho– de la incertidumbre de los agentes.
Esto es, empresarios que remarcan los precios de sus productos, en función de lo que ellos “creen” será la inflación del año y trabajadores cuyos reclamos salariales intentan recuperar el poder adquisitivo de su ingreso, según su propia percepción acerca de los incrementos futuros.
La distorsión de precios relativos que implica este proceso, se potencia por la falta de estadísticas confiables que muestren fehacientemente cuál fue la inflación del período pasado.
En este marco de desconcierto, nadie quiere ceder parte de su ingreso, todos ajustan para arriba y una vez comenzado, este círculo vicioso se hace muy difícil de detener. A fin de cuentas, el “verdadero” aumento de precios termina siendo similar al que los agentes predijeron.
Demás está decir, que el verdadero germen de la inflación deviene de las políticas públicas de impulso a la demanda agregada (política fiscal expansiva, inyección de liquidez y tipo de cambio devaluado) en un contexto de escasa inversión y con una utilización de la capacidad instalada en pleno empleo.
Sin embargo, en este caso el mecanismo de transmisión del incremento de precios termina siendo más peligroso que la causa primigenia. La inflación ya no crece en línea con la expansión monetaria, ni se parece a la tasa de devaluación del peso respecto del dólar, ni a la tasa de aumento del déficit fiscal. Por el contrario, el espiral inflacionario parece tomar vida propia y crece por encima de cualquier indicador.
Por lo tanto, si bien es importante desarrollar un programa integral que revierta las causas originarias de la inflación, resulta urgente atacar frontalmente las expectativas de los agentes.
Mientras se decide comenzar a ordenar la política fiscal, moderar el gasto público y definir políticas –monetaria y cambiaria– subordinadas a frenar el aumento de precios, resulta imprescindible la implementación de reglas claras e inquebrantables que generen estabilidad y confianza, empezando por la normalización del Indec y siguiendo con la instrumentación de un esquema de metas de inflación por parte del BCRA.
Ahora bien, para que la actual administración lleve a cabo estas acciones concretas, debe no sólo reconocer la voracidad del incremento de precios, sino también interpretar este fenómeno como un problema, más que como una herramienta de política electoral.
Precisamente, la pérdida de valor de la moneda local que genera la inflación incrementa en un primer momento la velocidad de circulación del dinero, haciendo aumentar circunstancialmente el consumo. A su vez, una tasa creciente de inflación implica una expansión análoga de la recaudación, además de licuar una parte significativa del gasto público (que se actualiza siempre con mayor retardo que los ingresos).
En otras palabras, en el corto plazo, la inflación puede pensarse como un instrumento conveniente para un gobierno anémico de ingresos genuinos y sin intenciones de llevar a cabo un cambio sustancial de su política económica.
En definitiva, antes de debatir las causas de la inflación, el mecanismo de transmisión del incremento de precios y sus consecuencias en la economía local, cabe preguntarse cuáles son las intenciones del Gobierno nacional: si revertir la espiral inflacionaria atacando sus causas originarias (y el mecanismo de transmisión) o aprovechar el contexto y evitar el costo político que implicaría un ajuste explícito (el ajuste “implícito” se está dando de hecho de la peor manera, con la pérdida del poder adquisitivo del salario).
Esto último, sin bien aparece como seductor para una administración que hace del cortoplacismo un culto, tiene riesgos obvios para un país con los antecedentes de la Argentina en esta materia.
La inflación es como el alcohol, en un primer momento genera cierta sensación placentera y la idea de que uno es capaz de controlar su consumo, sin asumir ningún costo y disfrutando todos sus provechos. Sin embargo, si uno se entusiasma y se descuida, la jaqueca del día siguiente es inevitable. Nuestra historia económica es una prueba incontrastable de esta dinámica
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