Por Ernesto Tenembaum
La primera vez que el hecho me llamó la atención fue el Día del Periodista del año 2003. El presidente Néstor Kirchner, eufórico, con índices de aprobación estrambóticos, brindaba con un grupo de colegas en la Casa Rosada.
Un periodista se lo señaló a Kirchner.
–Fue funcionario de la dictadura –contestó el presidente, en referencia a Strassera.
Eran los tiempos en los que casi nadie se preguntaba nada. Kirchner era, casi, Gardel. ¿Para qué habría de buscar el pelo en la sopa? Pero en esa reacción estaba el germen de muchas otras cosas. Strassera podía estar equivocado, o no. Pero está claro que haber sido fiscal durante la dictadura no lo transformaba en cómplice de nada. Y que su actitud durante el juicio había sido un aporte admirable a la lucha contra la impunidad de los peores crímenes de la dictadura.
Por un momento fugaz, me pareció que los roles se invertían. De un lado, estaba un político que jamás había hecho un aporte a la lucha por los derechos humanos, que se había fotografiado con militares, que había apoyado la reelección del hombre que indultó a los asesinos. Del otro, el fiscal que logró la condena a ellos. Y el primero ¡acusaba al segundo de ser cómplice de la dictadura!
Fue, apenas, un momento fugaz que, visto desde hoy, es muy significativo. Desde entonces, desde lo más alto del poder político, hay una operación intelectual en marcha que es sumamente disparatada: merece destacarse eso porque, de tan insistente y repetitiva, por momentos se pierde noción del disparate que implica.
Hay distintos hitos en todo este proceso. Uno, que pasó bastante desapercibido, ocurrió en marzo del 2005, cuando la Sociedad Interamericana de Prensa presentó el primer informe crítico respecto de Néstor Kirchner, y este gritó que quería saber por qué la SIP había callado durante la dictadura. Fue Horacio Verbitsky quien se encargó de desempolvar todos los documentos de la SIP donde no sólo denunciaba lo que ocurría en la Argentina sino también a los dueños de los grandes medios –La Nación, Clarín, La Razón– que ocultaban los hechos.
Un momento más importante ocurrió el primero de abril del 2008. En plena crisis por la resolución 125, Cristina Fernández de Kirchner, frente a una Plaza de Mayo repleta, acusó al dibujante Hermenegildo Sábat, premiado internacionalmente por su defensa de los derechos humanos, de publicar una caricatura cuasimafiosa como parte de un plan para volver a implantar una dictadura en la Argentina.
Textualmente, dijo Cristina:
“En estos días de marzo, amigos y amigas, hermanos y hermanas, donde he visto nuevamente el rostro de un pasado, que pareciera querer volver. Tal vez, muchos de ustedes son muy jóvenes, por ahí lo veo a Juan Cabandié, hijo de la tragedia de los argentinos, tal vez muchos no lo recuerdan, pero un 24 de febrero de 1976 también hubo un lockout patronal, las mismas organizaciones que hoy se jactan de poder llevar adelante el desabastecimiento del pueblo llamaron también a un lockout patronal allá por febrero del ’76. Un mes después, el golpe más terrible, la tragedia más terrible que hemos tenido los argentinos. Esta vez no han venido acompañados de tanques, esta vez han sido acompañados por algunos ‘generales’ multimediáticos que además de apoyar el lockout al pueblo, han hecho lockout a la información, cambiando, tergiversando, mostrando una sola cara. Son los mismos que hoy pude ver en un diario donde colocan mi caricatura, que no me molesta, a mí me divierten mucho las caricaturas y las propias son las que más me divierten, pero era una caricatura donde tenía una venda cruzada en la boca, en un mensaje cuasimafioso. ¿Qué me quieren decir, qué es lo no puedo hablar, qué es lo que no puedo contarle al pueblo argentino?”.
En estos días, ese mismo mecanismo –ya utilizado contra Strassera, Sábat y la SIP– se ha disparado contra Magdalena Ruiz Guiñazú. El sector más oficialista de las Madres de Plaza de Mayo realizó un acto para declararla cómplice de la dictadura. La propaganda televisiva del oficialismo repitió hasta el cansancio esa miseria. Y Cristina se mostró con Hebe de Bonafini al día siguiente de ese acto.
No la conozco mucho a Ruiz Guiñazú. Apenas trabajé un año con ella, en el 2006. Cuando empezaba ese año, entré a un negocio de artículos de librería en mi barrio. “¿Vos trabajás con Magdalena? –me preguntó la mujer que atendía–. Yo no estoy de acuerdo con muchas de las cosas que dice. Pero nunca voy a dejarla de escuchar. Mi hermano está desaparecido. En 1978, mi mamá le envió una carta a la radio y ella la leyó, sin conocernos. Nunca me lo voy a olvidar.”
Ella ni conoce esta anécdota. Pero muchos militantes de derechos humanos de aquella época recuerdan perfectamente decenas de historias similares. La misma Hebe de Bonafini se lo mencionó al aire en marzo de 1984. Me la puedo imaginar a Ruiz Guiñazú con cinco hijos chiquitos diciendo esas cosas y la comparo con tanto colega que anda dando vuelta por ahí. En fin, algunas cosas que se dicen dan un poquito de vergüenza ajena.
En contra de Magdalena, apareció –notable aparición, vaya a saber cómo apareció– la grabación de una pregunta que le hizo a Videla.
Sólo eso.
Desde que volvió la democracia, fue integrante de la Conadep, cuestionó el punto final y la obediencia debida, pero también el indulto de Carlos Menem, con quien nunca –destaquémoslo– tuvo nada que ver.
Como los periodistas que, a mi entender –no quiero ofender a nadie– valen, criticó a cada uno de los gobiernos por aquello que, a su entender, era criticable. El día que se escriba su historia profesional sólo un canalla podrá decir de ella que se dedicó a hacer propaganda oficialista en algún momento. Los gobiernos son demasiado poderosos para defenderse solitos. Los periodistas tienen –o deberían tener– otro rol.
Pero las cosas son así. Como ahora critica al Gobierno, hay que descubrirle que fue cómplice de la dictadura. No es posible que los buenos de ahora no hayan sido los buenos de entonces.
La propaganda oficial incorpora en estos días una cancioncita donde acusa a múltiples personalidades de oponerse a los juicios contra los militares genocidas. Entre esas personas hay exiliados durante la dictadura, perseguidos de todas las épocas y luchadores inclaudicables.
Uno de ellos es Luis Zamora, quizás uno de los políticos más coherentes y respetables del país. Zamora fue uno de los abogados que firmaba hábeas corpus en el CELS durante la dictadura militar –firmó, entre otros, el de Carlos Kunkel–. Ahora se lo acusa de oponerse a los juicios contra los militares. Una y otra vez. Cada día. Es mentira. Pero en una guerra –¿estamos en una guerra?– la verdad no existe.
No deberían pasar estas cosas. Pasan. Pero no deberían pasar.
Todo es un disparate pequeño, menor, casi insignificante: un intento de reescribir la historia bastante berretón, que describe más a sus autores que a los agredidos. Salvo por el detalle de que se ensucia la memoria histórica para utilizarla como herramienta en pleitos menores.
Habría que cuidarla, ¿no?
Digo: a la memoria histórica, si es que a alguien aún le importa. No usarla, no tergiversarla, no transformarla en propaganda. Porque tarde o temprano, estas cosas se pagan muy caras.
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