Por Pepe Eliaschev
Su confesión no debería haber alarmado tanto. En el fondo, era previsible. Ella no es una mujer particularmente asombrosa; lleva años exhibiendo con ruidosa desvergüenza una chatura conceptual que no le quita gravedad a su pasmosa adhesión a los totalitarismos más explícitos.
Sin embargo, que lo proclame por televisión y, encima, se ufane de su desvergonzada adhesión al mal, consiguió impresionar.
En esa fuga a un pasado obsoleto y abominable, Diana Conti reactualizó la noche del martes 2 de febrero en el penoso espectáculo que ofreció en Le doy mi palabra por Canal 26 -VER VIDEO-, un interrogante que, para mí, suscita las conclusiones más truculentas.
¿Cómo y en qué circunstancias se explica que admiradores desprejuiciados de los regímenes antidemocráticos respalden, a la vez, a quienes gobiernan la Argentina hace casi siete años? ¿Se puede ser stalinista y kirchnerista, como la diputada Conti, que encima se enorgullece de serlo? Lo dijo muy claramente aquella noche: “Yo soy oficialista y mi rol es defender a un oficialismo que está siendo (sic) revolucionario en este país”.
Representante por el oficialismo del Congreso ante el Consejo de la Magistratura, donde es peón de brega del Gobierno para controlar y manipular jueces, Conti verbalizó una definición inolvidable.
Tras decir que quienes criticaban al gobierno “revolucionario” de los Kirchner, aunque lo hicieran desde la izquierda, trabajaban para la derecha y la oligarquía, le pregunté si ése no era el mismo mecanismo que durante décadas le permitió a Stalin que sus crímenes masivos no fueran denunciados por los comunistas, para quienes todo ataque a la Unión Soviética, y en ese caso a Stalin, “jugaba” objetivamente a favor de los enemigos del pueblo.
Conti me dejó, lo confieso, con la boca abierta. Me dijo: “Yo no tengo problemas en ser stalinista, a lo mejor los problemas los podés llegar a tener vos…”, cuando le recordé que el régimen de terror del dictador soviético imperó durante casi 30 años y dejó un saldo de varias decenas de millones de muertos en la colectivización forzada del campo, los lúgubres “gulags” donde languidecieron millones de presos políticos, los intelectuales fusilados en los años treinta por ser judíos (“burgueses sionistas”, en la jerga stalinista) y los seguidores de Trotsky, perseguidos y exterminados, como el propio Lev Davídovich Bronstein, asesinado por la policía política soviética en México en 1940.
El kirchnerismo consigue seducir a confesos enemigos de la democracia y de las libertades. En los comienzos del gobierno de Néstor Kirchner, el entonces secretario general de la Casa de Gobierno, Carlos Kunkel, despachaba de espaldas a un enorme retrato de Juan Manuel de Rosas, a quien Kunkel admira –sobre todo– por haber gobernado con la “suma del poder público”.
Pero en el armado kirchnerista, que los paladines principales se referencien en Stalin y Rosas no asombra mucho. Han reclutado en sus primeras líneas de acción a seguidores orgánicos del dictador fundamentalista iraní Majmud Ahmadinejad, como Luis D’Elía, y mantienen en Venezuela a la embajadora Alicia Castro, que jamás ocultó su seducida debilidad por Hugo Chávez.
En verdad, desde el peronismo de toda la vida, estas adhesiones generan sarpullidos intensos. Stalin, Ahmadinejad y Chávez no enamoran a quienes evocan con cariño a Juan y Eva Perón. Que Conti se enorgullezca de su debilidad por Stalin es un episodio sin precedentes, no por ella, pobre, que esa noche exhibió una conducta personal que suscitaba más piedad que ira.
Es un hecho político fuerte la potente realidad que de esas palabras se desprende. En siete años de gestión, el kirchnerismo se ha impregnado de profesiones de fe y definiciones temibles.
Algo invariable y recurrente en un tramo decisivo de la praxis kirchnerista es su innegable admiración por dictadores mesiánicos y regímenes hegemónicos. Con el agregado de una novedad muy siglo XXI, que puso en evidencia la diputada Conti, cuando dijo que la riqueza de los Kirchner se justifica porque “hay que tener un patrimonio muy grande, una vida ya hecha, saldada, que tus hijos y nietos no te van a poder reprochar por tu actividad política, peleándote con el establishment. Ser rico no es un delito”.
En la Argentina, la experiencia demuestra, por una parte, la trayectoria del peronismo de John W. Cooke, Alicia Eguren, Rodolfo Ortega Peña y Rodolfo J. Walsh. Por la otra, siempre emerge el modelo Galimberti, aquel agitador de los años setenta que pregonaba y militaba en pro de una revolución nacional socialista; pero ya en democracia concluyó sus días como operador de empresas, al calor de las cuales sólo procuraba forrarse de dólares, logrando por medios capitalistas las recaudaciones que años atrás conseguía con secuestros y pago de rescates.
Siempre se regresa a los dólares, la supuestamente detestada moneda yanqui, a la que reverencian desde el mismo altar en el que les encienden velas a Stalin y compañía. Pero, claro, ésa es una parte del asunto, no la totalidad, porque siempre en su ya larga historia, el peronismo ha tenido figuras y tendencias de probada convicción democrática y sistemática oposición a todos los totalitarismos.
Lo lamentable es que siempre termine prevaleciendo la moneda más innoble, como si en sus casi siete décadas de vida, el peronismo siguiera siendo “podido” desde adentro por los pertinaces epígonos del mal, ésos que facilitan que se lo denuncie por incurable.
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