Hay un trasfondo que toca a los propios fundamentos de la democracia y a su desempeño político

martes, 16 de febrero de 2010

Por Hugo Quiroga*

La Argentina no deja de sorprender. Cada vez más encerrada en una filosofía del conflicto permanente. La teoría oficial de la conspiración se acrecienta ahora por el "partido judicial", junto al "partido mediático".

Sin duda, el conflicto es inherente a la política, pero, ¿no hay un trasfondo que toca a los propios fundamentos de la democracia y a su desempeño político? La voluntad democrática colectiva, de largo plazo, que echó a rodar en 1983 ha perdido la fuerza ordenadora de las ideas, de las reglas y de una praxis cotidiana que organiza la comunidad política desde la búsqueda del buen gobierno. Nuestra democracia ha resuelto bien la transferencia pacífica del poder, pero no la cuestión del buen gobierno.

La construcción de aquella voluntad democrática ha encontrado en su derrotero tres grandes obstáculos.

El primero, la relación del Estado democrático con su comunidad histórica (según el significado de Paul Ricoeur), con el pueblo, es decir, con las metas comunes, con la esperanza de todos. Se designa al "nosotros" (al deseo del vivir juntos en una comunidad histórica), a una identidad simbólica que comunica a los ciudadanos con su destino común. El Estado argentino tiene dificultades para organizar y orientar a su comunidad histórica.

El segundo, la relación del Estado con los ciudadanos a través del sistema de representación. El Estado es la instancia que unifica políticamente la sociedad moderna fundada en la autonomía del individuo y se erige, así, en unidad de representación de los ciudadanos. En la situación actual los ciudadanos no se sienten muy reconocidos en esa esfera de representación. El Estado de derecho democrático no puede convertirse en un instrumento que divida y separe a la sociedad frente a temas vitales que conciernen a todos, ni puede constituir enemigos entre sus miembros.

El tercero, la precariedad de la política, íntimamente relacionada con el déficit de cultura legal. La cultura política de los argentinos no deja de ser compleja y poliforme. Lo que ha prevalecido en los últimos años es una legitimidad "decisionista" antes que una legitimidad constitucional.

Ese modo de legitimación está más interesado por el dominio de los hombres y la aplicación de la regla de la mayoría que por la plena vigencia del Estado de derecho democrático, el que plantea el nexo entre soberanía popular y normas constitucionales. El poder del líder "decisionista", avalado por el principio de la mayoría, no es la única fuente de legitimidad de las decisiones, porque el ejercicio de ese poder no es ilimitado y está sujeto al contrato constitucional y sus derechos fundamentales, que son también fuente de legitimidad de las mismas.

Los decretos de necesidad y urgencia de creación del Fondo del Bicentenario y de destitución de Martin Redrado ilustran bien lo que decimos. Tenemos un problema en la calidad de la cultura política.

La Argentina carece de proyecto colectivo, con orientación estratégica y fuerza simbólica. Esta carencia refleja la crisis de construcción de una voluntad democrática común. Los hombres políticos se muestran demasiado absorbidos por la competencia electoral, el juego político agonal y su propio sostén.

Los ciudadanos no sólo deberían pensar en sus legítimos derechos, sino también en sus obligaciones frente a la comunidad (participación, pago de impuestos, control), para ser dueños de sus destinos.

La democracia argentina es modesta, y de fuertes contrastes. Aquí va una breve enumeración que sirve para ilustrarlos.

Se ha consolidado un sistema de votación, la competencia pacífica por el ejercicio del poder; se ha "normalizado" el imperio de la excepcionalidad, el Ejecutivo legislando mediante decretos, legislación delegada o veto parcial; las desigualdades sociales se han profundizado; se vacían las instituciones partidarias, se desdibuja el rol del parlamento y la justicia pierde autonomía.

Es justo reconocer, sin embargo, los cambios positivos operados en el Congreso a partir del conflicto con el campo y los fallos de la Corte Suprema y de algunos magistrados, que revelan independencia del poder político.

Otras irregularidades institucionales saltan a la vista. A pesar de las normas constitucionales, la figura opositora del vicepresidente de la Nación no deja de constituir una anomalía institucional. Es cierto que la función del vicepresidente se reduce a la presidencia del Senado y a reemplazar al Presidente por la condición unipersonal del Poder Ejecutivo. No obstante, el conflicto político con Cristina Kirchner se agrava y es muy difícil para Julio Cobos encontrar un equilibrio entre ser el vicepresidente del oficialismo y, a la vez, un referente decisivo de la oposición.

Desde el hogar presidencial, Néstor Kirchner convoca a los ministros en la Quinta de Olivos, y a los gobernadores e intendentes; exige rendición de cuentas de las tareas encomendadas, designa o destituye funcionarios en la práctica. Una clara demostración de la confusión institucional entre lo público y lo privado, que conduce al desempeño de funciones gubernamentales de quien no tiene esas atribuciones.

A ello se suma la compra de dos millones de dólares, en los comienzos del alza en la divisa en 2008, que pone de manifiesto un uso discrecional de la información reservada que se disponía.

El carácter personal del poder oficial revela un nuevo armazón institucional que parece adquirir la forma de una organización estatal "neopatrimonial", que deja al desnudo la propiedad privada de las funciones públicas. Todo esto nos conduce a una pregunta insoslayable sobre el porvenir de la democracia argentina, y sobre la vida social y política en ella implícita.


*Hugo Quiroga es un politólogo, docente titular de Teoria Política II de la Facultad de Ciencia Política de la Universidad Nacional de Rosario y del Litoral.

0 comentarios: