La cara de la Mezquindad

domingo, 28 de febrero de 2010

Por Alberto Fernández

Carlos Menem ha ocupado esta semana un lugar central en las primeras planas de los diarios del país. Siendo que cuenta con una imagen negativa cercana al 80 por ciento, es indudable que la atención que el periodismo le ha prestado no ha tenido en cuenta su popularidad.


En realidad, el ex presidente se ha vuelto noticia pues les ha recordado a todos los que lo maltratan o cuanto menos lo ignoran que con su ausencia tiene el poder de paralizar el funcionamiento del Senado, frustrar las esperanzas opositoras y hasta obstruir así la acción del Gobierno.

Su banca vacía el miércoles desató infinitas conjeturas. Algunas de ellas inducían a creer que su deserción era parte de un acuerdo que le permitiría al Gobierno impedir que la oposición lo prive del control de la mayor parte de las comisiones. En esa confabulación, el Gobierno le garantizaría impunidad en las múltiples causas judiciales que lo tienen imputado.

Otras versiones decían que esa ausencia operaba como una advertencia a la oposición. Sólo pretendía que los opositores le otorguen a Menem un lugar de privilegio que hasta aquí le han negado. Justo es decir que la oposición y sus compañeros del Peronismo Federal lo contaban como propio a la hora de los votos, pero lo marginaban de modo vergonzante a la hora de las conferencias de prensa y de las fotografías.

Lo cierto es que Menem, el político más cuestionado por el Gobierno y la oposición, el que exhibe el mayor rechazo social, se ha convertido casi irónicamente en la llave maestra capaz de abrir las puertas por las que deben pasar las expectativas políticas de ambos sectores para materializarse y convertirse en realidad. Si el próximo miércoles se sienta en su banca, la oposición logrará asestarle un nuevo golpe a un gobierno ya bastante lastimado. Pero si no lo hace, el Gobierno recuperará aire y pondrá en tela de juicio la estrategia opositora.

Así funciona nuestra endeble institucionalidad política.

Decir que la Argentina enfrenta allí una crítica situación es, a esta altura de los acontecimientos, casi una obviedad. Para saberlo no hacía falta que Menem nos demostrara que aún puede hacer más daño. Son muy evidentes tanto la ausencia de liderazgos claros como la atomización del cuerpo político; causas centrales del deterioro del que se habla. Semejante cuadro genera dificultades no sólo para conformar mayorías parlamentarias sino también para favorecer una mejor gobernabilidad.

En los distintos parlamentos del mundo, cuando sólo existen minorías, las mayorías se constituyen con acuerdos políticos que suponen, además de una distribución adecuada del poder entre los suscriptores de esos convenios, un consenso claro sobre los planes de acción a seguir.

En la Argentina, nada de eso sucede. Tras el resultado electoral de junio último, el Gobierno vio mermar su influjo en ambas cámaras legislativas. Así, perdió primero la mayoría entre los diputados y poco tiempo después padeció lo mismo entre los senadores.

¿A favor de quiénes el oficialismo cedió el control de ambas cámaras? Precisamente, a manos de una nueva mayoría, resultante de la unión de todos los opositores. No hubo una mayoría de reemplazo consolidada electoralmente. Hubo, en cambio, una serie de acuerdos entre fuerzas políticas minoritarias y muy disímiles entre sí, para restarle al Gobierno el control legislativo y para impulsar cuestiones muy precisas, como el rechazo al decreto que pretendió instituir el Fondo del Bicentenario o la tan mentada reforma del Consejo de la Magistratura.

Como se trata de mayorías atadas con hilos muy delgados, el riesgo de deserción es muy alto. En un escenario signado mayormente por el interés particular de los legisladores que por el interés común que vincula a los miembros de una misma fuerza política, ese riesgo se potencia peligrosamente.

En el Gobierno pasa otro tanto. Casi negando la nueva realidad política que lo ha privado de las mayorías parlamentarias de las que gozaba, pretende seguir imponiendo sus pareceres con una actitud que denota una prepotencia que no es aconsejable para quien se ha debilitado en la batalla. Parece haber olvidado un regla general que enseña que el arte de la política pasa por persuadir y lograr, finalmente, el concurso de voluntades.

Ya han advertido que sus proyectos deberán enfrentar cierta resistencia opositora. Pero en vez de buscar consensos que les permitan alcanzar sus objetivos, algunos de sus voceros han preferido blandir como una suerte de “amenaza persuasiva” la decisión de ejercer tantas veces como sea necesario el derecho presidencial del veto.

Por encima de esa actuada prepotencia, también saben quienes gobiernan de la debilidad que padecen. Sólo así se explica el trato deferencial que en estos días ha merecido Carlos Menem. Seguramente, quienes ahora lo exaltan esperan que el “enojo” del senador riojano sea funcional a sus propósitos.

Sin la tirria de otros tiempos, parecen olvidar que tales elogios se vierten sobre el mismo hombre que hasta no hace mucho era acusado ejecutar una política que deparó a la Argentina primero la recesión y después el colapso financiero del año 2001. En muchos despachos oficiales, parece ser que ya no se toca madera cuando se pronuncia su nombre.

Cuando el miércoles próximo se reúna el Senado, seguramente, tantas dudas quedarán disipadas. Tal vez, el oficialismo tome nota de que enfrenta un contexto político definitivamente adverso cuando cuente el número de comisiones que seguirá controlando en la Cámara alta. Tal vez, la oposición advierta que, en este tiempo que nos toca vivir, es necesario articular una política que exhiba algo más que enarbolar la regla que dice que “lo importante no es ganar sino hacerlo perder al otro”.

Pero no quedan dudas tras los hechos ocurridos esta semana que nuestro sistema político ha dejado en evidencia otra de las caras de su enorme debilidad. Es precisamente la cara de la mezquindad que autoriza a utilizar cualquier método si es que con ello se pueden lograr los objetivos propuestos.

En la política en general, y en los parlamentos en particular, es cierto que, indefectiblemente, en algún momento los votos cuentan. Pero es cierto, también, que el modo como esos votos son obtenidos indica la fortaleza ética de la política que se esgrime.

Después de todo lo que nos ha tocado vivir a los argentinos, que Carlos Menem se dé el lujo de obstaculizar el funcionamiento del Senado debería agraviarnos. Que en las postrimerías de su vida política Carlos Menem adquiera semejante protagonismo debería hacernos reflexionar sobre cómo es posible que nuestro sistema político facilite semejante estado de cosas. Pero que oficialismo y oposición se disputen su apoyo sólo demuestra la triste vigencia de esa misma decadencia de la que millones de argentinos intentan escapar.

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