Por Samuel Cabanchik
La reforma política que pide la sociedad desde el 2001 no es una reforma pura y exclusivamente electoral como es la que el Ejecutivo promulgó (ley 26.571).
Una reforma política real debe encarnarse en los modos de hacer política, en las alternativas posibles para aumentar, institucionalizar y hacer transparentes los medios de participación que deben estar al alcance de todos, todos los días, no una vez cada dos años.
Una verdadera reforma política implica un cambio en los modos concretos de hacer política. Se trata de un cambio con respecto a los modos que hemos visto reiterarse en los últimos años; un cambio a favor de lo que la gente votó el 28 de junio de 2009. Los argentinos se expresaron en contra de las candidaturas testimoniales, en contra del verticalismo, en contra de cierto modo autoritario de construcción política.
No nos queda otra alternativa que oponernos a toda ley que aspire a reforzar aún más la partidocracia, poniendo trabas a los partidos emergentes, que no son más que las expresiones positivas de una ciudadanía cansada de la falta de transparencia que padecen los viejos aparatos partidarios.
La transparencia no se logra con una ley como la promulgada, con el agravante del veto parcial. Además no incluye una de las bases mínimas de transparencia en relación a los partidos políticos: la actualización de las afiliaciones de los partidos políticos. En este sentido, el último año presenté un proyecto de ley que establece la necesidad del reempadronamiento de los afiliados a todos los partidos políticos. Eso sí que ayudaría a la transparencia política.
El problema no es que exista un proyecto de poder, el problema es cómo se usa el poder. Hay dos modos de pensar el poder: poder sobre y poder para. El Gobierno insiste en el uso perverso del poder, el goce del poder por el poder mismo. Esto lo demuestra una vez más con esta ley que es una forma de proscripción de las fuerzas políticas emergentes y una estrategia más de sustentación de los antiguos bloques de poder en la Argentina.
Por el contrario, el poder para, el poder bien entendido, el poder para hacer, el poder creativo, es aquel que -dispuesto a escuchar a la ciudadanía- imagina políticas en vistas del bien común, canaliza la participación política junto con instancias de fiscalización y control, absolutamente ausentes en esta "reforma política".
Una discusión verdadera de la reforma política tendría que haber incluido la búsqueda de mecanismos para superar las situaciones que en la teoría se llaman de "gobierno dividido", y que en la práctica viviremos muy probablemente durante los próximos años.
El abuso del veto presidencial, pese a ser un instrumento constitucional, no hace más que dañar a nuestras instituciones, deslegitimar al Gobierno y generar incertidumbre y desilusión en la ciudadanía.
Es decir, menos institucionalidad, menos transparencia, menos democracia.
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