Camino al Bicentenario

domingo, 14 de febrero de 2010

Por Alberto Fernández

Finalmente el 2010, Año del Bicentenario, ha llegado. Muchos fueron los argentinos que confiaron en que lo recibirían en un clima político y socialmente más apaciguado y económicamente mucho más próspero. Sin embargo, lamentablemente, nada de eso ha ocurrido.

Contrariamente a lo que muchos anunciaban, el aprieto internacional no ha cesado. Como alguna vez se ha dicho en estas mismas páginas, la hemorragia financiera desatada con la crisis de las llamadas “hipotecas subprime” sólo ha podido pararse a costa de un inmenso déficit fiscal. Con todo, ello no ha bastado para que las economías del mundo se repusieran y salieran del estancamiento en el que quedaron sumergidas después de una inusitada recesión iniciada en el último trimestre de 2008.

A la caída de Lehman Brothers sobrevino una corrida que puso en claro riesgo a los principales bancos del mundo. El otorgamiento de incontables subsidios dados por los países centrales a distintas organizaciones financieras impidió la bancarrota de los ahorristas que a esas mismas entidades les confiaron sus depósitos. Irónicamente, aunque esta vez fue la plata de la gente la que salvó a los bancos, nadie impidió que esas entidades siguieran adelante con las mismas prácticas especulativas que las condujeron a la crisis.

La inestabilidad de la economía global es evidente. Al terminar 2009, el mundo se conmovió por el riesgo de que Dubai anunciara su default. Ahora es Grecia la que hace temblar a los mercados. Siendo parte de esa Europa aún “débil” (junto a Portugal, Irlanda y España), Grecia acumula una deuda externa en riesgo de incumplimiento que equivale al 108% de su producto bruto interno y un 300% del monto que representa la suma de los defaults de Rusia y la Argentina, los mayores de la historia. El contagio que esa crisis puede deparar al resto de la Unión Europea es indudable. Los principales bancos comerciales de esa región tomaron dinero del Banco Central Europeo al 1% y compraron bonos griegos a tasas que cuadruplican o sextuplican ese monto y acumularon así más del 50% de la deuda originada en Atenas.

Barack Obama, en consonancia con las advertencia de Paul Krugman, acaba de anunciar en su discurso del Estado de la Unión que la economía estadounidense está lejos de haber superado la caída iniciada en noviembre de 2008. Ha manifestado un dato revelador de esa crisis: el 25% de los jóvenes de entre 20 y 30 años carece de empleo. Los datos también dan cuenta de que en Detroit, capital mundial de la industria automotriz, todavía uno de cada cinco trabajadores no posee un empleo estable.

En Europa la situación no es mejor. No sólo por el “riesgo griego” sino también porque sus principales economías no parecen levantar vuelo. En el último trimestre de 2009, la Eurozona creció sólo un tercio de lo esperado, mientras que, en términos interanuales, los países miembros de esa economía cayeron un promedio del 4,1 por ciento.

Ese es el mundo que rodea a nuestro país, inmerso hoy en una serie de dilemas económicos y políticos que sólo conducen a una nueva postración.

La Argentina enfrenta semejante escenario atravesando una serie de dificultades. Aunque es cierto que parece haberse recuperado el consumo y que se ha podido escapar de los efectos más nocivos de la crisis internacional, nadie puede dudar de lo endeble que parece el futuro si se tienen en cuenta los muy serios inconvenientes que el mundo central deberá sortear para que su economía no vuelva a caer. Siendo así, deberíamos garantizarnos que el consumo interno se sostenga para no ser absolutamente dependientes del contexto externo.

El Gobierno sabe –aunque no lo dice– que las arcas fiscales pasarán tiempos complejos durante este ejercicio. Entiende lo muy difícil que será sostener un gasto creciente con los niveles de ingresos que se registran. Por todo eso, ha entendido oportuno pagar con reservas los compromisos externos y liberar la suma que a tal fin se ha previsto presupuestariamente, para aplicarla a otros fines y garantizar de ese modo que ni el gasto ni la inversión pública decaigan.

Pese a todo, el Gobierno prefiere decir que este año ha de ser extraordinario en crecimiento y en recaudación. Si es así, ¿para qué necesita hacer uso de las reservas? Seguramente la economía progresará lo suficiente como para recuperar la caída operada en 2009 y como para que, al concluir este año, volvamos a estar en las mismas condiciones en las que estábamos cuando terminó el año 2008. Aún así, las arcas fiscales sufrirán mucho ante un gasto que crece.

La oposición advierte la angustia gubernamental. Sabe que, sin la aprobación del Fondo del Bicentenario, asomarán las dificultades financieras. Vislumbra, asimismo, que la votación en el Senado será de una paridad tan evidente que posiblemente Julio Cobos deberá volver a desequilibrar con su voto.

En el mundo caótico que observan los opositores, las dificultades de nuestra economía son un tema secundario. Solamente importa el daño que pueda asestársele al oficialismo. Para ellos, lo único verdaderamente trascendente es que el Fondo del Bicentenario se frustre en el Parlamento y deje en evidencia algo que todos los argentinos –menos los oficialistas– conocemos: la debilidad del Gobierno.

A semejante enredo económico se suma el dislate político: un gobierno enceguecido al que le cuesta entender los problemas del presente y una oposición atomizada que sólo se muestra unida a la hora de dañar a los que gobiernan.

Advertidos de que el Fondo del Bicentenario puede frustrarse en el Senado, han vuelto a poner la mira sobre el vicepresidente. Otra vez él puede ser el verdugo del Gobierno.

Con Julio Cobos pasa algo llamativo. Ya debe de haberse percatado de que sus acciones van al alza cuando enfrenta al Gobierno y decaen cuando lo ampara. Nadie está seguro de que eso sea cierto, pero es exactamente lo que los principales medios del país se encargaron de remarcarle cuando decidió acompañar la resolución presidencial de separar a Martín Redrado de la presidencia del Banco Central y no asestarle así otro golpe al Gobierno del que es parte.

Nada de eso debería ser importante, pero lo cierto es que hay en cada proceder del vicepresidente una acción especulativa que intranquiliza. Lo que preocupa es lo ajeno que se muestra al Gobierno al que pertenece por mandato popular. Actúa y decide como si fuera un senador opositor más, aunque nadie lo eligió para ello. Olvida que su condición de vicepresidente –y no de legislador– sólo lo autoriza a votar en caso de empate, precisamente, porque la Constitución elige ante la paridad el desempate a favor del Poder Ejecutivo del que es miembro.

Como Cobos no atiende a ninguno de esos aspectos, los hombres del Gobierno han empezado nuevamente a reclamar su renuncia, mientras que los opositores, que ven en él un potencial candidato presidencial, ya se han manifestado reclamándole otro “voto histórico” como aquel que terminó con la resolución 125.

Lo cierto es que, mientras las finanzas internacionales prenden luces amarillas y el mundo tiembla ante semejante cuadro, en la Argentina todo transcurre con ligereza, como si no formáramos parte de semejante escenario. Como si el desenlace de estos sucesos no impactara en la vida cotidiana de los argentinos.

Tal vez si el Gobierno rompiera su discurso y sincerara la situación, los opositores se verían obligados a tomar dimensión del peligro que encierran sus especulaciones. Para ello debería plantearse claramente el riesgo que representa reducir el gasto para pagar deuda en un momento en que el mundo vuelve a debatir cómo hacer para escapar a los nuevos coletazos derivados de las penurias financieras que lo han acorralado en los últimos dieciocho meses.

Si el vicepresidente de la república observara semejante situación, si recordara su condición de miembro del Poder Ejecutivo y olvidara su ambición de ser el futuro presidente en representación de los opositores del presente, estaríamos exentos de presenciar esta serie de descalificaciones oficialistas y presiones opositoras que sólo conducen al país hacia el mundo del desconcierto.

Ese mundo del que, doscientos años después, esperamos poder escapar.

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