Por Beatriz Sarlo
Hay quienes creen que, con perspectiva histórica, la compra de los dos millones de dólares que hizo el ex presidente Kirchner será un dato menor para juzgar toda esta etapa. Pero sería una renuncia moral y política quitarle el peso que tiene en la densa trama del presente.
"Todo esto me pasa por estar en blanco", dice Víctor Hugo Morales que le dijo Kirchner por teléfono (línea privada). No hay motivos para desconfiar del periodista elegido por Kirchner como emisario para difundir explicaciones sobre su última operación inmobiliaria, que el diario gratuito El Argentino califica, con toda razón, de "productivas" (el adjetivo gratuito lleva a preguntarse con qué fondos se financia esa gratuidad, que los lectores seguramente agradecen, como agradecen los reaparecidos goles de Canal 7, que tampoco son gratis).
Sorprende un poco, sin embargo, que el político más importante de la Argentina elija un solo programa para aclarar su situación. ¿Está dando una primicia o eligiendo a un profesional ubicado sobre toda suspicacia, hoy enfrentado con la bestia negra de los odios periodísticos que profesa Kirchner?
Como sea, Kirchner "está en blanco" pese a que Redrado, en un gesto vengativo, habló más de lo que en su momento suponían quienes lo pusieron en el Banco Central y lo mantuvieron calladito durante años.
Por eso se quebraron las lealtades inconfesables que ahora se llaman "códigos", y el ex presidente se vio sometido a la humillación de explicar los motivos que lo llevaron a adquirir dos millones de dólares en octubre de 2008. Esos motivos suenan perfectamente correctos, ya que fueron derechito a una inversión productiva en el sector turístico, rama de los servicios en los que los Kirchner se han especializado.
O sea que nos enteramos de nuevo, porque la Presidenta lo dice cada vez que se menciona su enriquecimiento, que Kirchner "está en blanco" y que, a veces, cuando lo molestan el periodismo o alguno de sus ex funcionarios, lo lamenta, como si dijera: "Todo esto me pasa por ser un ciudadano honesto", frase que resulta invariablemente sospechosa, pero no vamos a destejer lo que no se dice cuando se dice algo.
Si un tipo cualquiera se queja de ser un ciudadano honesto, vaya y pase, la gente habla sin pensar; pero la frase no la puede pronunciar un ex presidente de la república que sabe que no tiene otro camino, salvo que crea que su poder podrá impedir una visita a Comodoro Py.
Lo sorprendente del mensaje que Kirchner le envió a Víctor Hugo Morales es que tenga tiempo para estar en tantas cosas. Ejerce una influencia constante sobre las decisiones del Ejecutivo; forma parte de un triunvirato de gobierno que pocas veces se extiende más allá de sus infatigables peones; recorre el país con motricidad nerviosa, especialmente el Gran Buenos Aires, esa zona que es su "vientre blando" por donde puede entrar la puñalada.
Sin embargo, agrega a esa montaña de trabajo cotidiano las inversiones inmobiliarias, dando prueba de una capacidad de gestión pública y privada excepcional. Cualquier mortal del común sabe que, si está con una sola tarea difícil entre manos y lo llaman porque debe cubrir un cheque o actualizar su declaración de impuestos, el mundo se le viene abajo: "Decíme, ¿no lo podemos dejar para después?"
Pero Kirchner no es un mortal común. Es gerente del gobierno nacional y también sigue ocupando la gerencia de sus asuntos privados. La escena previa a la compra de las divisas es difícil de imaginar. Incluso para gente tan rica como Kirchner y su esposa, dos millones de dólares son plata.
Muchos como yo quizá todavía estén pensando qué le dijo a Kirchner su asesor inmobiliario-turístico: que tenían tantos días para decidirse y de dónde podía sacar los pesos para adquirir los dólares necesarios en la operación que iba a ampliar su ya admirable imperio calafateño. Después de todo es "el lugar en el mundo" de Cristina Fernández y, frente a esa conmovedora inclinación sentimental de una esposa a la que todo le cuesta más porque es mujer, no es cuestión de andar con mezquindades.
Kirchner tiene derecho a mantener conversaciones tan interesantes como ésta, y no existe una ley que le impida hacer buenos negocios a los maridos de las presidentas. Por supuesto, existen principios no escritos de moderación y prudencia que aconsejan a los políticos no enriquecerse demasiado mientras sus cónyuges ocupen los puestos más elevados del Ejecutivo y los funcionarios pasen parte del día defendiendo sus declaraciones de impuestos o sus adquisiciones de bienes como si ese fuera el trabajo normal de los ministros.
Pero Kirchner no es un moderado; puede ser un burgués sin principios o un dirigente típicamente peronista (lo cual no es un insulto sino una cultura política nacional), pero moderado, jamás. Todos sabemos que los Kirchner, como antes Menem a su manera, son transgresores de la timidez moral propia de la pequeña burguesía, que tiene reparos ante la extensión absoluta del poder; este recelo no sería compartido por los sectores menos favorecidos (o, por lo menos, así reza la leyenda política peronista y, a veces, las encuestas).
Frente a los timoratos, son audaces. En sí misma, la audacia no es positiva ni negativa: es un rasgo de temperamento que hay que juzgar no por sus desplantes sino por sus resultados. Es posible que la suerte acompañe a los audaces; pero también es posible que, envalentonados por esa amistad con la fortuna, enceguezcan. No está escrito en ninguna parte que la audacia que funcionó una temporada no sea vista como terquedad en la siguiente. Le pasó a Menem.
Los Kirchner son políticos que esperan con confianza optimista el juicio de la historia, sobre cuya positividad no les cabe duda. Incluso algunos historiadores locuaces y un poco precipitados han dicho que, vistos en perspectiva, los años Kirchner parecerán buenos. Esa afirmación, aunque llegara a probarse, pasa por alto un argumento esencial que me gustaría exponer brevemente.
La historia enseña que algunas configuraciones políticas del pasado pueden deslizarse, con cambios, hacia el presente; enseña que no todo presente es un momento excepcional, sino que responde a formaciones de mediana o larga duración que vuelven más comprensibles acontecimientos a primera vista completamente originales; muestra que algunas figuras de la ideología pueden retornar, aunque nunca retornen del mismo modo. En síntesis, la historia permite pensar de manera relativa el presente, captando su originalidad pero también sus intermitencias y repeticiones.
La historia se vuelve conservadora cuando sólo descubre en el presente las ominosas repeticiones del pasado o la desaparición irreversible de unos años dorados. Entre presente y pasado la historia tiene que ser original para descubrir lo nuevo, pero también proponer buenas versiones de lo sucedido para establecer comparaciones y paralelos.
Sobre la base de que quizás el gobierno de los Kirchner obtenga un juicio más benévolo o merezca directamente ser colocado "entre los mejores", como fantasean los más optimistas, no es posible sino esperar la validación de tal hipótesis que los historiadores futuros, dentro de diez o veinte años, podrán corroborar o demoler. Pero no somos historiadores de nuestro presente. Porque es imposible serlo y porque, además, no es bueno como ejercicio de ciudadanía.
La única forma de intervenir en el presente es dándole un espesor que la historia, inevitablemente, relativiza. El presente se vive con pasiones políticas y tomas de posición ideológicas que el historiador no acepta sin que medien filtros teóricos y de método. El presente necesita de la indignación tanto como de la mesura porque lo que está sucediendo no es un objeto de análisis sino una experiencia.
Ignoro hoy cuál será el balance de los Kirchner; probablemente los dos millones de dólares serán allí un dato menor. Pero sería una renuncia moral y política quitarles el peso que tienen en la densa trama del presente.
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