Por Jorge R. Enríquez (*)
Todos los argentinos, salvo el matrimonio presidencial, estamos alarmados por la inflación alta y creciente.
El gobierno, por su parte, no se preocupa por ella, sino por cómo hacernos creer a los argentinos que no hay inflación. Como en todo, el kirchnerismo le dedica más tiempo al "relato" que a la realidad.
Esa modalidad pudo pasar inadvertida para muchos durante bastante tiempo gracias a un contexto internacional muy favorable, a la necesaria recuperación que naturalmente debía haber luego de una pronunciada recesión y al deseo de la mayoría de los argentinos de creer que finalmente sobrevendría una superación a tantas desdichas.
Pero, como dijo Abraham Lincoln, no se puede engañar a todos todo el tiempo. La realidad, desoída durante tantos años, se está vengando y ya los fuegos de artificio no consiguen taparla. El humor social cambió y la “credulidad esperanzada” de ayer se tornó en indignada incredulidad y en la completa falta de confianza de hoy.
En este contexto, seguir pretendiendo mentir sobre la inflación es patético. El Ministro de Economía ha declarado que no hay inflación, sino reacomodamiento de precios. Pues bien, como ese reacomodamiento es para arriba y no para abajo, y las subas abarcan la generalidad de los productos que se consumen, eso sólo se llama correctamente de una sola manera: inflación.
El gobierno ha intentado desde comienzos de 2007 ocultar la fiebre a través de un termómetro falaz. Donde hay 39º el termómetro marca 36,5º. El engaño es muy burdo. Cualquier persona que no vive en mansiones severamente custodiadas ni se traslada en aviones y helicópteros, sabe que los precios vienen subiendo a un ritmo peligroso.
La Argentina tiene hoy una inflación que se proyecta por sobre el 20 % anual, que si bien parece una cifra moderada respecto de la que tuvo en otras épocas, resulta muy alta en el escenario actual: es una de las tres más altas del mundo, compartiendo ese lamentable podio con Corea del Norte y Zimbabwe.
El índice oficial de Enero nos mostró un mendaz 1 %, desmentido por el realista 2,1 % que marcan las encuestas privadas, ello agravado porque las subas abarcaron a todos los productos de la canasta familiar.
Y si tomamos en cuenta que de Enero de 2009 al primer mes de 2010 la carne aumentó un 107 %, el panorama no es nada alentador.
Mentir sobre la inflación es mentir también sobre la pobreza y otros indicadores. Pero, además, cuando la mentira es tan ostensible, significa “tomarle el pelo” a los ciudadanos. Hay un cinismo descarnado que se traduce en la creciente desconfianza pública en el gobierno, pero que puede alcanzar en una injusta generalización a toda la dirigencia.
¿Qué hace el gobierno mientras tanto? Acusa a la lluvia o intenta culpar a los productores rurales. Es la fácil respuesta populista. La inflación es siempre generada por el gobierno. Si la política monetaria es estricta, no hay exceso en los medios de pago como para alentar la inflación: si unos productos suben estacionalmente, otros tienen que bajar.
El kirchnerismo no quiere reconocer que hay inflación, pero ante el desbalance fiscal, necesita utilizar las reservas por una necesidad política. Hasta el más inocente de los argentinos sabe que el Fondo del Bicentenario – nombre que se bastardeó cuando debió ser el símbolo de la reconciliación de los argentinos – no lo querían para pagar deuda pública, sino para solventar el alto nivel del gasto estatal, en forma discrecional.
Ante esa situación, el gobierno va a necesitar recurrir a la emisión de moneda para financiar un gasto público clientelístico desbocado y una desordenada política de subsidios que asciende a los 35.000 millones de pesos anuales. He ahí la causa verdadera del mal.
Lamentablemente, los economistas más serios coinciden en que la inflación seguirá su curso, porque el oficialismo no tiene la voluntad política para atacar sus causas, que él mismo generó. La receta para no haber llegado a esta situación era simple: debió haber enfriado la economía en alta y no en baja, para hacerla sostenible en el tiempo.
CAPITALISMO DE AMIGOS
El escándalo desatado por unas obras públicas en Santa Cruz, que salpica a Néstor Kirchner, no es sino una manifestación de un modo de concebir el ejercicio de la función pública por parte del matrimonio gobernante.
Ese modo es bien conocido en la teoría política y, más lamentablemente, es en Latinoamérica donde los estudiosos tienen con frecuencia material para sus investigaciones. Se lo conoce como patrimonialismo, que en una forma muy esquemática, puede decirse que es la confusión entre el patrimonio público y el privado.
Dicho de otra manera, es el uso de los bienes públicos como si pertenecieran al patrimonio privado de los gobernantes y hacia allí son transferidos.
El ejemplo más notable que ha dado Kirchner en este aspecto es su manejo discrecional, secreto, de los famosos fondos de Santa Cruz, que no sólo sacó del país sino que fue administrando y colocando en bancos que solamente él conocía con dudosas garantías, sin rendir cuentas de sus actos. Aún hoy, el destino de esos fondos es un verdadero misterio.
Un concepto vecino de ese -o tal vez una especie del mismo género- es el llamado capitalismo de amigos, que Kirchner ejerce del modo más impúdico. Consiste en brindar privilegios de todo tipo a los empresarios que se alinean politicamente con él y en perseguir a los que no le manifiestan subordinación. Los ejemplos abundan. Este último episodio de Santa Cruz es sólo uno de ellos.
Todo esto no sólo es contrario al estado de derecho y al principio de igualdad, sino que inevitablemente genera más corrupción.
Es tiempo de terminar con esas prácticas abominables. El nuevo Congreso debe investigar esos manejos y debe sancionar la legislación adecuada para prevenirlos en el futuro. Mientras tanto, los argentinos miramos, con especial expectativa. a la Justicia.
RECETAS ORIENTALES
Nos siguen llegando lecciones de nuestros vecinos. Destacábamos desde esta columna, hace un par de semanas, el notable gesto cívico de los chilenos, que realizaron una elección presidencial límpida, exhibiendo, momentos después del cierre, al candidato derrotado asistiendo personalmente a felicitar al vencedor.
Ahora el ejemplo viene del país con el que tenemos por razones históricas y culturales mayor hermandad, el Uruguay. Hace pocos días en un hotel de Punta del Este, el glamoroso Conrad, el ex tupamaro José “Pepe” Mujica, presidente electo, reunió a centenares de empresarios rioplatenses y de otras latitudes.
Los instó a invertir en el Uruguay con expresiones tales como “El gobierno tiene el deber de aminorar al máximo posible los márgenes de riesgo y ofrecer estabilidad”, “Necesitamos un clima que propicie la inversión”, para rematar coloquialmente diciendo: “Jugala acá, que no te la van a expropiar, ni te van a doblar el lomo con impuestos”.
El que lo decía no era un neoliberal ni un noventista, como lo hubiera calificado acá el oficialismo, sino un ex terrorista que estuvo muchos años en la cárcel, en una prisión real y no en una imaginaria, como la que alguna vez cobijó en sus fantasías, a los Kirchner.
Pero aprendió de la experiencia histórica. Sabe -y así lo dijo- que para distribuir mejor hay que tener con qué; y que para lograr que la torta de la riqueza se agrande, hay que crear un clima de seguridad jurídica.
El ex tupamaro alienta las inversiones y promete un buen clima de negocios. Nosotros, de este lado del Plata, seguimos creyendo en las recetas no de un médico, sino de un brujo. Y de esa forma nos alejamos cada vez más de la sensatez y de la racionalidad. Olvidamos que como decía Santo Tomás de Aquino, “para gobernar ni el santo ni el sabio, sino el prudente".
(*) El autor es abogado y periodista
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