Líderes que no advirtieran que el ocaso de su tiempo los acecha

domingo, 7 de febrero de 2010

Por Alberto Fernández

En la Navidad de 1989, el diario El País, de Madrid, publicó un artículo titulado “Los héroes de la retirada”. Su autor, Hans Magnus Enzensberger, sostenía que aunque en la modernidad la heroicidad se alcanzaba por las victorias y los éxitos, asomaban hacia el fin del siglo XX otro tipo de héroes que obtenían ese reconocimiento social por haber sido capaces de desmontar estructuras perimidas perdiendo en semejante labor sus propias fuerzas y hasta sus liderazgos.


En la Argentina de esta fresca democracia, hubo muchos a los que se les reconoce el esfuerzo de haber desmontado sistemas perimidos pero que no fueron capaces de construir las nuevas estructuras que lleven al país a la modernidad.

Carlos Menem encontró con el Plan de Convertibilidad un instrumento para poner fin a la “Argentina inflacionaria” pero, enamorado de su producto, no fue capaz de instalar una economía competitiva en un mundo globalizado.

Eduardo Duhalde no sólo pudo preservar la institucionalidad en una enorme crisis sino que además desmontó todo lo nocivo que fue para nuestra economía aquella convertibilidad. Aún así, no supo constituirse en la alternativa constructora de la renovación democrática.

Néstor Kirchner, finalmente, ha sido un revulsivo del pasado en muchas cosas. Puso fin a la impunidad de los genocidas, consolidó una Corte Suprema independiente y hasta impulsó un modelo económico singular para el país que supo bajar el endeudamiento, acumular reservas, controlar el gasto e impulsar el desarrollo industrial. Con todo ello, en su rol de líder político no ha logrado asumir una realidad crítica perdiendo así gran parte de su base de sustentación social. Ha contradicho en acciones muchos de sus discursos iniciales y ha terminado de ese modo refugiado en las mismas estructuras políticas que decía querer combatir y cuya renovación pretendía.

Todos ellos pudieron ser “héroes en la retirada” pero eligieron imponer sus liderazgos pagando con ello el precio del descreimiento social.

Irremediablemente, tarde o temprano, todo liderazgo fenece. Algunas veces es el mismo poder el que golpea y desgasta a los líderes. En otras ocasiones es la condición humana, tan débil ante la omnipotencia, la que los arrastra a una indebida persistencia que sólo conduce al mismo lugar en el que anida el olvido ciudadano.

Es porque se sabe de la finitud de los liderazgos que todo sistema democrático prevé límites temporales a la acción de gobierno y acota el mismo ejercicio del poder. Así se explica que en la historia hayan sido muy pocos los que culminaron sus vidas ejerciendo el poder e invocando la posición de líderes. Los que lo consiguieron siempre han debido abandonar en el camino su condición democrática.

Persistir. Ésa es la consigna de muchos de los que fueron líderes en la Argentina. No comprenden hoy que su misión ha sido cumplida y que son otros los que deben montar las bases que conduzca a la Argentina hacia la modernidad. Es esa persistencia la que no les permite ver la realidad y la que los lleva a la terquedad, causa del error de muchas de sus decisiones.

En algunos casos, en ese contexto valoran a los “justificadores de lo inexplicable” y desprecian a los que llaman la atención sobre los problemas que existen. Como los jacobinos, acaban disparando contra sus propios compañeros de ruta, que advierten lo que sucede. Demacrados en su liderazgo se muestran incapaces de asumir sus equivocaciones y, cuando malas consecuencias devienen de sus deslices, cargan toda la responsabilidad en siniestras confabulaciones urdidas por quienes no comparten sus pareceres.

La repetición de ese estado de cosas va lastimando los liderazgos hasta matarlos. Es común que ese desgaste no sea advertido por quienes fueron líderes porque ante el poder siempre hay alguien complaciente que construye y transmite una realidad diferente. No observan ni siquiera que los mismos que llenan sus oídos con las “frases adecuadas” hablan en privado de su declive o de su locura en un intento por tomar distancia de los mismos errores que en público minimizan.

Cuando se advierten débiles, ya no pretenden convencer con conducta y con prédica a sus seguidores. Sólo buscan domesticarlos a sus lógicas. Algunas veces para lograrlo imponen un rigor que angustia a los agitadores del orden que buscan imponer. En otras ocasiones, suelen mandar a sus amansados voceros a castigar en público a los que se rebelan a la domesticación.

Que todo esto suceda es esencialmente malo. Es malo para los que fueron líderes porque semejantes cosas les hace perder el respeto y el reconocimiento que merecerían por lo que alguna vez fueron capaces de hacer. Y es malo también para el sistema institucional, no sólo porque en el poder terminan anidando algunos personajes a los que sólo se los reconoce por la “valentía” de ser bravucones, sino porque de ese modo se deteriora la calidad misma de la función pública.

Si los que alguna vez fueron líderes entendieran que su labor se ha cumplido, no sólo facilitarían un mejor desarrollo de la calidad democrática sino que también podrían lograr llegar al reconocimiento social que merecen aquellos que alguna vez supieron servir como tales.

En la vida cotidiana, son muchas las veces que uno logra un reconocimiento mayor cumpliendo con su labor y retirándose después. Imaginemos que nuestra casa se incendia y que un bombero viene en nuestro socorro. En el tiempo que necesita para dominar el fuego, es quien lidera en la escena. Él ordena y nosotros obedecemos. Nos protege de las llamas, nos dice cómo poner a resguardo a nuestros hijos y hast a nos conduce a la salida.

Ahora pensemos que, una vez dominado el incendio, el bombero se queda para diagramar los arreglos de la casa y dispone cómo nos distribuiremos en ella en lo sucesivo. No conforme con ello, supongamos que el bombero rechaza la opinión de los arquitectos y que nos amenaza diciendo que si no sigue él liderando la situación, nuestra casa corre peligro de volver a incendiarse.

Si el bombero se retira de la casa al cumplir su tarea de haber dominado el fuego, nos quedaría para con él una enorme deuda de gratitud. Pero si insiste en permanecer en nuestro hogar ordenando nuestras vidas, se nos volverá insoportable.

Lo mismo ocurre en la política. Es imperioso conocer que el poder no es propio sino que es dado por la gente; que todo liderazgo inexorablemente culmina y que se puede ser muy apto para desarmar el pasado y no serlo tanto para construir el futuro.

Cuánto más serviría a nuestra sociedad que nuestros líderes advirtieran que su misión se ha cumplido y que el ocaso de su tiempo los acecha. Si lo hicieran, no deberían pagar los costos de devaluarse ante una opinión pública que lejos de los pedestales los ve flanqueados por oportunistas o domesticados que sólo buscan un mejor amparo.

Todas cosas obvias, pero que deben ser repetidas en un país en el que los “héroes de la retirada” se niegan a existir.

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