Por Pepe Eliaschev
La crónica de los episodios de estos últimos días, sobre todo los centrados en la intervención quirúrgica a la que fue sometido Néstor Kirchner, dejan un balance periodístico interesante y jugoso que no quiero desperdiciar. Aún cuando mucho se ha dicho sobre ese episodio -la intervención y el tratamiento al que fue sometido Kirchner-, tengo para mí que todo el acontecimiento tiene ribetes y rasgos que no deben ser dejados de lado.
Ustedes saben que cuando asumió la Presidencia de la Nación, allá por mayo de 2003, el entonces presidente Néstor Kirchner comenzó a desarrollar una serie de gestos y medidas de claro corte simbólico. Por ejemplo, recibirla a Hebe de Bonafini en la Casa Rosada, salir a la Plaza de Mayo y zambullirse literalmente en la gente –a punto tal que un fotógrafo lo lastimó con una cámara-, entre otros episodios. En ese circuito de decisiones de orden simbólico, Kirchner inauguró la sala presidencial del hospital público Cosme Argerich.
El Argerich es un hospital municipal muy importante, que queda en el barrio de La Boca de la ciudad de Buenos Aires. Allí fue recibido Kirchner en esas primeras semanas de su presidencia, hace siete años, para ratificar de manera abierta que, como presidente, sólo se iba a atender en un hospital público, el mismo hospital municipal en el que se atienden millones de argentinos y latinoamericanos que vienen a recibir atención médica sobre todo a la ciudad de Buenos Aires: sin privilegios ni restricciones de ninguna naturaleza.
Tendría, desde luego, una sala presidencial apropiada -lo que corresponde, pues un presidente no puede tener el mismo trato rutinario que un ciudadano de a pie-, pero en el ámbito de la salud pública.
En estas últimas horas, diferentes funcionarios han tratado de subestimar lo que fue una intervención delicada, sosteniendo que se trató de “chapa y pintura” –expresión que corresponde al ministro del Interior Florencio Randazzo- o “destape de cañerías”, la expresión que utilizó el gobernador bonaerense Daniel Scioli.
Pero, efectivamente, cuando ocurrió una emergencia médica como la que lo llevó al quirófano a Néstor Kirchner, no fue el hospital Argerich el elegido, sino un sanatorio privado de altísima gama, ubicado en la Av. Juan B. Justo de la Capital Federal, y propiedad del consorcio Swiss Medical, llamado De los Arcos. Este sanatorio reúne la doble función de hotelería cinco estrellas y atención médica absolutamente excepcional.
Así dichas las cosas, no tendría, ni tengo, ni tendré objeción ninguna. Tanto para mí como para mis seres queridos, procuro –en el caso de necesitarla- la atención médica más importante, seria, rigurosa, excelente. ¿Por qué no habría de procurarlo Néstor Kirchner? Pero mi reflexión apunta a otra situación.
La promesa de ir al hospital público no se cumplió, porque si algo define al gobierno de los Kirchner es esta diferencia, este divorcio abismal entre la retórica y la realidad. En una palabra: por un lado el matrimonio presidencial exalta, hace ya siete años largos, todo lo que sea estatal -Aerolíneas estatal, jubilación estatal, salud estatal- pero por el otro, vive de la manera más rigurosa y más ortodoxa que uno pueda imaginarse en función de las atribuciones del capital privado, y con los modos, los hábitos y los recursos de la actividad privada.
El matrimonio Kirchner ha viajado a lo largo de los años en aviones alquilados. El matrimonio Kirchner, a lo largo de los años, ha comprado, ahorrado y hecho transacciones en dólares, no en pesos. El matrimonio Kirchner, que por un lado ha castigado sin cesar a los empresarios privados acusándolos de complotar contra su gobierno, no ha dejado de cortejarlos, ni de hacer negocios con ellos.
Nunca antes, si lo pienso, hubo tanta divergencia entre el discurso y la realidad.
Lo que pasa queda reflejado en lo que ocurrió con el hospital Argerich: fue producto de una cruda especulación política. Este hospital era municipal en 2003, cuando gobernaba la ciudad de Buenos Aires una fracción política cercana al gobierno de los Kirchner. Sigue siendo municipal hoy en 2010, pero ahora gobierna la ciudad una gestión que para la Casa Rosada es, literalmente, “el enemigo”.
Hay sobre todo, en los Kirchner, multiplicación de gestos, uso de los símbolos y la insistencia en esa palabreja puesta de moda por las escuelas de comunicación y los tanques de pensamiento, “el relato”. Los Kirchner priorizan la primacía del relato, más allá de los hechos.
Se llega a un punto en el que efectivamente lo que advertimos es que a lo largo de estos siete años -con la excepción de algún hecho aislado y particularmente poderoso, como la renovación de la Corte Suprema de justicia- los símbolos han sido más poderosos que los datos concretos de la realidad. La simbología ha superado a los hechos.
Mientras que, por un lado, los Kirchner hacen uso y abuso de los desplantes, el sarcasmo, el comentario hiriente, la ironía despampanante, por otro lado, lo que se advierte es una rigurosa fidelidad a la ambivalencia entre discurso y realidad.
Cuando, efectivamente, la necesidad establecía que Néstor Kirchner fuera atendido en un centro de salud de excelencia, fue a parar a uno de los más emblemáticos sanatorios de la actividad privada porteña. Ese hecho no estaría mal en sí mismo, si no se chocara con la prédica estatista y solidaria de quienes gobiernan, a la que dejan de lado con absoluta falta de prejuicios.
En 2003, a pocos días de haber asumido la presidencia, Néstor Kirchner recibió a una delegación de las Madres de Plaza de Mayo, encabezada en ese momento por Hebe de Bonafini, su presidenta vitalicia.
Cuando salió, Bonafini le manifestó al periodismo que estaba encantada con Néstor Kirchner, y que en realidad él la había sorprendido. “¿Por qué?”, le preguntaron. Y ella respondió, literalmente –la cita pueden ustedes encontrarla en cualquier archivo-, “Yo pensaba que Kirchner era la misma mierda que todos”.
O sea que, veinte años después de reestablecida la democracia, Bonafini no había tenido un solo dato o noticia de algún gesto o decisión de Kirchner que le permitiera intuir que él era diferente. Fue diferente el día en que entró a la Casa Rosada.
Por eso, Kirchner no fue al Argerich a atenderse. Por dos razones principales: por un lado porque en definitiva lo de la salud estatal era para la gilada, símbolo, relato, gesto, en definitiva lo que le importaba era la mejor atención, y esto lo proporciona un establecimiento privado de excelencia, como el sanatorio donde se atendió, propiedad de Claudio Belocopitt.
Por otro lado, además, así procedieron para que si le iba muy bien en el Argerich, el gobierno de la ciudad de Buenos Aires, que dirige Mauricio Macri, pudiera capitalizar este hecho; una mezcla de hipocresía, cinismo e inescrupulosidad para la que es difícil encontrar antecedentes al menos inmediatos en nuestra realidad Argentina.
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