Alfonsín hizo honor a su palabra

miércoles, 31 de marzo de 2010

Por Beatriz Sarlo

Recorrí durante horas la fila formada por miles de personas para entrar, por brevísimos segundos, a la capilla ardiente donde se velaba a Alfonsín. Era una vigilia despojada de intereses. Quienes no llegaban como políticos realizaban un acto personal, intransferible y completamente gratuito: el primer paso de un duelo y de la construcción de un recuerdo.


Pregunté muchas veces, sobre todo a los más jóvenes que no habían vivido la primavera de 1983, por qué estaban allí. Pero, en verdad, yo no había ido para indagar sobre los motivos de los otros.

Acompañaba la fila porque quería saber cuál era mi motivo. No los motivos sobre los que podía hablar si me los preguntaban, ya que quien ha vivido durante los años de la transición en relación estrecha con la política es perfectamente capaz de esgrimir un stock de razones. Buscaba, en cambio, conocer más sobre el impulso que no me permitió, durante casi dos días, alejarme de las avenidas que rodean el Congreso y, luego, el camino que lleva a Recoleta.

Probablemente mi motivo sea parecido al de los miles que esperaron para entrar al Congreso: en algún momento de estos veinticinco años Alfonsín cumplió una promesa. Ese momento puede ser diferente para muchos de nosotros y me limitaré a dar el mío.

Voté a Alfonsín en 1983 cortando la boleta. Es decir lo voté para presidente pero no voté a los diputados que lo acompañaban; elegí otra lista que, en mi opinión, podía asegurar mejor que se revisaran los crímenes de la dictadura militar. Hice eso porque no creí en la promesa que Alfonsín había realizado durante la campaña: que iba a enjuiciar a las Juntas Militares.

Pensé, como muchos otros, que eso se decía en campaña pero que las fuerzas contrarias a un juicio eran de tal magnitud que, una vez llegado a la presidencia, Alfonsín no iba a arriesgarlo todo para cumplir su promesa.

Conocía su militancia en la Asamblea Permanente de Derechos Humanos, pero, incluso admirando lo que había hecho desde ella, simplemente desconfié. El 15 de diciembre de 1983 Alfonsín, mediante dos decretos, ordenaba el juicio a los jefes de ERP y Montoneros y a los integrantes de las tres Juntas Militares.

Ni siquiera tenía encolumnada detrás de esa medida a toda la Unión Cívica Radical, pero esa decisión buscaba apoyo en lo mejor de la sociedad argentina, es decir, en aquellos sectores que creían que la transición democrática significaba un corte nítido con la dictadura. En su partido y en muchas cabezas no estaba claro que la democracia argentina tenía como condición reparar, a través de la justicia, los crímenes de los militares: que no se trataba simplemente de un nuevo comienzo sino de un ajuste de cuentas con el pasado.

El juicio a las Juntas y el gran informe de la Comisión Nacional por la Desaparición de Personas, a muchos sectores, los que más habían luchado por lo derechos humanos y también los oportunistas, les parecieron demasiado poco. Y quizás, desde el punto de vista de esos crímenes sin equivalencia, lo fueran. Pero Alfonsín no había prometido otra cosa. No había engañado a nadie prometiendo castigo para todos los implicados. Eso, si era posible, nos tocaba hacerlo a los que no teníamos que gobernar la Argentina en medio de una tempestad militar que parecía una incesante pesadilla.

Alfonsín sabía lo que podía y quería hacer. Como político fuertemente atado a la ética de la responsabilidad se atuvo a su promesa, no a los reclamos de algo que él no había prometido. La ética de la responsabilidad puede conducir a equivocaciones por más o por menos. Sobre ello se seguirá discutiendo.

Pasaron los años. El tribunal condenó a las Juntas Militares en un juicio donde se expuso lo que ya no podría borrarse nunca más de la historia argentina. Al cumplir su promesa, Alfonsín hizo posible que salieran a la luz más pública los crímenes de la dictadura en los más de 700 casos elegidos por el fiscal Julio Strassera. Eso ya no se podía ocultar, hiciera lo que hiciera el presidente que había encendido esa gigantesca explosión de las verdades más horrendas.

El juicio a las Juntas le da su rasgo original a la transición argentina: es el acto fundacional de una transición que nació sin pactos con los militares que, sin embargo, se retiraban con su poder casi intacto. No hubo otro país de América latina que tuviera una transición inaugurada con este acto justiciero.

Sin duda, las víctimas tenían derecho a pedir más y lo ejercieron con toda legitimidad. Sin duda, la máquina de resentimiento y venganza dentro de las fuerzas armadas se puso en marcha para que el resultado de ese acto jurídico fundacional fuera borrado. Sin duda, Alfonsín firmó las leyes de punto final y obediencia debida. Sin duda, nos opusimos.

Pero, aun oponiéndome a esas leyes, hay algo que no confundí: en sus efectos no fueron equivalentes al juicio a las Juntas. No hay simetría ni se puede decir que Alfonsín realizó una ecuación de suma cero. Así lo creo desde entonces y volví a recordarlo durante la vigilia de Alfonsín, porque esas leyes de punto final y obediencia debida fueron anuladas y sus efectos fueron revertidos. Pero nada anuló ni revirtió el efecto del juicio a las Juntas, que sigue siendo la gran primera escena de verdad y el umbral desde el cual comenzó a construirse la transición.

Esas leyes tampoco anularon el hecho de que Alfonsín, el político que comenzó su ascenso contra todos los vientos, respetara su promesa de campaña. Probablemente muchos de los que estábamos rodeando el Congreso pensamos que, en medio de todos los errores, Alfonsín hizo honor a su palabra.

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