Por Pepe Eliaschev
Los acontecimientos en el Senado –en particular el fracaso de la sesión en la que debería haberse debatido la aprobación del nombramiento de Mercedes Marcó del Pont como presidenta del Banco Central- siguen revelando que, sin dramatizar ni asumir ante el tema una perspectiva trágica, las fuerzas opositoras al Gobierno del matrimonio Kirchner tienen por delante problemas delicados, espinosos y muy importantes que resolver. Vamos a seguir observando en los próximos meses, una recurrencia de triunfos y derrotas que se vinculan con el futuro inexorable de la política argentina.
Cabe examinar los dilemas que enfrentan las oposiciones, partiendo de la base de que no hay en la Argentina una sola oposición al Gobierno, porque el entero sistema político argentino está fragmentado. Es imposible visualizar en el horizonte un escenario claro como existe, por ejemplo, en España o Chile.
La Argentina, en cambio, no ofrece esos panoramas. No somos España, que queda muy lejos, pero tampoco somos Chile, que queda acá al lado. Somos un país en donde los oficialismos son rabiosamente personales: “gobierna Menem”, “gobierna Kirchner”, “gobierna Duhalde”, para citar tres casos de la misma matriz ideológica, el peronismo.
La “reforma política” que llevó a cabo el año pasado el gobierno, consumada a velocidad totalmente artificial, implicó concentrar en el futuro inmediato el mapa político argentino. ¿Qué opino yo de eso? Que tiene un aspecto positivo y uno negativo.
¿Cuál es el aspecto positivo? Que en verdad, las elecciones del 28 de junio del año pasado ratificaron una vez más la dispersión demencial del cuadro político argentino. Cuando uno observa con detenimiento –cosa que hago desde siempre- las estadísticas electorales surgidas de cada comicio, advierte que es sencillamente inaceptable, intolerable e indignante la colección de partiditos, micro partidos y mini partidos que se presentan e incluso reciben financiamiento estatal, y en verdad son operaciones comerciales particulares.
Hay un cuadro muy fragmentado, partidos que aún cuando sacan menos del uno por ciento del voto pueden presentarse en las siguientes elecciones, lo cual resulta en una disipación, una diseminación sin límites del cuadro político.
Pero, por otro lado, concentrar el esquema estableciendo como hizo el oficialismo estas internas obligatorias tan cuestionables, aún cuando este hecho exprese un dato cierto –hay que compactar la política, hacerla más seria, sólida, transparente, creíble y factible- tampoco puede esto implicar llevarse por delante una camada intermedia de fuerzas políticas que son reales, no son artificiales, y aun cuando son pequeñas, deberían seguir existiendo.
Esta reforma salió gracias a la ventaja numérica del oficialismo hasta el pasado 1º de diciembre y en consecuencia tenemos hoy un escenario en donde se advierten varios hechos.
La reforma constitucional de 1994 –de la que pronto van a cumplirse 16 años- modernizó estructuras del Estado y de la política argentina. Estableció la institución de Jefe de Gabinete, pero ha terminado siendo en los hechos una oficina donde se aborta y destruye lo que se pretendía originalmente, o lo que al menos se planteaba el doctor Raúl Alfonsín, que funcionara como un fusible protector de la institución presidencial. El Jefe de Gabinete se convirtió en un mero secretario presidencial sin conexión real con todo el escenario político.
Pero la reforma constitucional implicó también una modernización clave, la elección directa del Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires; la autonomía de la Capital Federal ha sido un avance importante, aunque también a medias, algo muy argentino, pues la autonomía no es total y la ciudad sigue viviendo en un limbo institucional.
Se incorporó también un tercer senador por cada provincia, fortaleciendo de alguna manera la participación de las oposiciones en el Congreso Nacional, pero los resultados globales son pobres y bastante desalentadores.
Como producto de esa reforma, en 1995 efectivamente Carlos Menem logró la reelección que pretendía y ambicionaba. Pero las elecciones posteriores (1999 y 2003) ratificaron la indigencia, la penuria, la delgadez, la anorexia del escenario político argentino.
En 1999 llegó al poder el Dr. Fernando de la Rúa al frente de una Alianza que no tenía consistencia, integrada por un partido -la UCR- y una fuerza absolutamente anómica, como era el FrePaSo, que terminó como terminó: con su líder Chacho Álvarez saliendo de la vicepresidencia, con su partido quedándose en el poder hasta el último minuto –no olvidemos que el jefe de la bancada de la Alianza el día que renuncia Fernando de la Rúa era Darío Alessandro, hombre del FrePaSo y actualmente embajador de los Kirchner en Perú. Figuras relevantes de la Alianza que reportaban a De la Rúa (el citado Álvarez, Nilda Garré, Diana Conti, Eduardo Sigal, Adriana Puiggrós, Juan Pablo Cafiero) soy destacados referentes de los Kirchner.
En 2003 la situación era todavía peor. El peronismo fue a una interna abierta pero explícita, a una “interna externa”. Presentó no una, no dos, sino tres candidaturas: las de Carlos Menem, Adolfo Rodríguez Saá y Néstor Kirchner. Ganó Carlos Menem pero como defaulteó ante la segunda vuelta, llegó a la presidencia Néstor Kirchner por descarte, lo cual no fue ciertamente culpa de él, pero sí en todo caso responsabilidad del peronismo en el marco de un sistema político muy inmaduro e ineficiente.
En 2007 la presidenta electa fue Cristina Kirchner, un triunfo legítimo, pero que se produjo como parte de un cuadro distorsionado, en el que -por ejemplo- el radicalismo se asocia a un sector peronista, y Elisa Carrió encabeza una fórmula y un armado político desestructurado, que no ha conseguido hasta hoy constituirse en partido político nacional.
En cambio, el peronismo sigue exhibiendo ayer como hoy y como seguramente mañana, un cemento aglutinante notable. Detengámonos en tres nombres, no por “hacer nombres”, sino para sacar conclusiones del episodio: Juan Carlos Romero, Felipe Solá y Eduardo Duhalde trabajaron con Carlos Menem.
Hoy todos ellos aparecen proyectados a un futuro político diferente. Quiere decir que el peronismo tiene una capacidad notable de reconfiguración y reinvención permanentes, pero sobre la base de manejarse en esencia desde su insuperable instinto de auto preservación movimientista.
Por eso, no hay hoy una sola oposición, sino que hay varias fuerzas opositoras, cuyo único común denominador es que no son peronistas. A ellas se agregan el llamado Peronismo Federal, que se opone –no se sabe bien hasta dónde o hasta cuándo, ni de qué modo- al gobierno de Cristina Kirchner.
El radicalismo aparece en ese escenario como la fuerza dominante por implantación territorial. Pero el radicalismo va a tener que procesar muy pronto –no le queda demasiado tiempo- el caso de Julio Cobos, un vicepresidente de la Nación cuya permanencia en el gobierno se hace cada vez más difícil de justificar y argumentar.
Básicamente, el radicalismo es una fuerza democrática que se juega por la gobernabilidad y no va a asociarse en ninguna aventura contra la estabilidad institucional. Pero también es cierto que el radicalismo tiene que definir con mucha valentía y coraje hacia donde quiere conducir al país y explicarse por qué se produjo el fenómeno del “radicalismo kirchnerista”. ¿Fue solamente por apetitos personales de personas como Cobos, o porque hay un profundo ADN ideológico dentro del radicalismo que lo lleva a simpatizar y apoyar perimidas políticas estatistas o populistas?
Lo mismo debe decirse de otros agrupamientos partidarios, por caso, el Partido Socialista. El Partido Socialista quiere reunir en su esencia, siendo un partido chico, dos elementos que a menudo entran en contradicción: es un partido republicano y democrático, y es además un partido consagrado a la justicia social.
Por el lado de la justicia social, en el socialismo se detectan a veces ciertas simpatías por las políticas socio-económicas del kirchnerismo, pero por el lado de la democracia republicana, los socialistas se recuestan en el radicalismo. El socialismo deberá tomar debida nota de hacia donde quiere ir. Si creen realmente que el kirchnerismo es una fuerza progresista, hacia allí derivarán. Si juzgan que el progresismo del Gobierno es apenas una construcción retórica, tendrán que hacer oposición con mayor firmeza, cosa que todavía no termina de hacer debidamente el gobernador Hermes Binner en Santa Fe.
Están, finalmente, la Coalición Cívica y el Macrismo. La Coalición Cívica exhibe un método y una estructura básicamente centrados y arraigados en la figura de Elisa Carrió. La impronta es el énfasis ético: es un grupo de denuncia, estigmatización y planteamientos a menudo apocalípticos, desde el cual Carrió apostrofa semanalmente a quienes no siguen sus dictados, tildándolos de traidores o blandos. Parecen mitificar o adorar la noción de que lo bueno es “no transigir” nunca con nada, ni con nadie. Esos datos no ayudan a pensar en una gobernabilidad cierta con la participación de la Coalición Cívica.
Finalmente, el Macrismo también oscila entre dos almas, dos corazones mellizos. Por un lado, asumirse como fuerza liberal democrática, y por otro lado volcarse al populismo peronista, que existe y goza de buena salud dentro del propio movimiento del ingeniero Mauricio Macri.
En definitiva, tenemos por delante un año y medio extraordinariamente difícil en la Argentina durante el cual, además de satanizar, estigmatizar o simple y legítimamente denunciar los disparates del gobierno de los Kirchner, la oposición tendría que hacer los deberes, y dirimir sus diferencias con mucha claridad, prudencia y energía, procesar y aclarar su perfil político ideológico y avanzar en una construcción colectiva en serio.
De lo contrario, si pretende pelearle al oficialismo como lo está haciendo hasta ahora, va a seguir “comiéndose” –permítaseme esta digresión un poco chabacana- más de una trompada como la que tuvieron que deglutir la semana pasada en el Congreso.
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