Por Alfredo Leuco
La Constitución Nacional, que es la biblia de la democracia, en su artículo 22 dice que “el pueblo no delibera ni gobierna sino por medio de sus representantes”.
El cambalache legislativo al que estamos asistiendo nos muestra que nuestros representantes no están deliberando ni gobernando. Hay un nefasto juego de suma cero. Un empate de fuerzas que hace que el Congreso de la Nación no vaya ni para atrás ni para adelante.
De hecho se ha producido un congelamiento que parece discutir eternamente temas reglamentarios, administrativos, chicanas legales y zancadillas vergonzosas.
Un parlamento paralizado es una democracia mutilada. Las cámaras de diputados y senadores convertidas en un conventillo de dimes y diretes y de acusaciones cruzadas agotan la paciencia social y envían una señal pésima que deteriora las instituciones y erosiona la confianza ciudadana.
Vale la pena recordar a Guillermo O’Donnell cuando dice que “ las democracias no sólo mueren abruptamente, por un golpe de estado con tanques en la calle y marchas militares; también lo hacen lentamente, mediante el progresivo acotamiento de fundamentales libertades y el sometimiento de instituciones fundamentales del régimen político, hasta que un mal día uno se despierta y encuentra que ha acabado todo remedo de democracia.”
Ojo con caer en esta situación. Ojo que los parlamentos cerrados o inactivos tienen antecedentes peligrosos en la historia. El fantasma de Fujimori cada vez suena menos a exageración. Y aquí las responsabilidades son compartidas por el oficialismo y la oposición.
Ambos grupos tienen que poner sus mejores intenciones y saberes para destrabar los engranajes que no permiten que nuestros representantes deliberen y gobiernen.
Es verdad que el kirchnerismo en su momento aprovechó sus mayorías parlamentarias y sacó leyes casi a libro cerrado, a paso redoblado y mano levantada. Es cierto que abusó de sus números y convirtió al Congreso en una escribanía del Poder Ejecutivo.
Pero ahora que el poder está más repartido, parece que todos contribuyen a convertir esa situación en algo negativo. En lugar de llevar pluralismo, debate y riqueza política al recinto se utiliza esta paridad para evitar el funcionamiento de uno de los tres poderes.
El rechazo del ciudadano de a pié que mira ese vodevil sin comprender agiganta la brecha que existe entre la política y la vida cotidiana con sus problemas reales y concretos.
Es insensato y suicida fogonear ese sentimiento antipolítico que favorece solo a los autoritarios. Es una locura incomprensible que nadie apueste a demostrar que es cierto o que debería ser cierto que con la democracia se cura, se come y se educa.
Cuando las batallas parlamentarias no sirven para combatir las inequidades sociales y transformar la sociedad pasa a ser un deporte profesional que va perdiendo espectadores.
La democracia pierde los sueños y se convierte en especulación permanente. El pueblo no delibera ni gobierna y sus representantes tampoco.
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