Hablar de un empresariado es un reduccionismo absolutamente intolerable en la Argentina

jueves, 25 de marzo de 2010

Por Pepe Eliaschev



Con frecuencia -y con justificadas razones-, nos ocupamos en la Argentina de debatir el rol de los partidos políticos, así como nos hemos ocupado a lo largo de los años de debatir el papel que juegan otros centros de poder como el sindicalismo, la Iglesia católica, las Fuerzas Armadas, los intelectuales o el mundo técnico y académico.

Sin embargo, una de las “bestias negras” con las que a menudo no se mete la opinión, es el mundo empresario. Éste es un sector naturalmente agrupado por intereses que, siendo perfectamente legítimos, no quedan eximidos de ser analizados o monitoreados, pues hay derecho a tener una opinión y una ponderación sobre ese ámbito.


En el curso de estas últimas semanas se ha vuelto a producir un interesante torbellino en el ir y venir de las empresas con sus alianzas cambiantes. No existe -hay que decirlo- “un empresariado” en un sentido homogéneo, como tampoco existe una sola oposición. Tengo para mí que hoy en la Argentina hay “fuerzas opositoras”, que eventualmente se ponen de acuerdo, pero que de ninguna manera tienen homogeneidad, ni absoluta ni relativa.

De la misma manera, no existe hoy “un empresariado”. Cuando desde un dogmático y arcaico uso de las viejas consignas, la izquierda habla de “la clase dominante” o “la clase empresaria”, está mentando una entelequia. La prueba la generan los últimos acontecimientos de la crónica empresaria.

Se producen reuniones en donde se advierte que hay sectores vinculados con las finanzas y los bancos, que tienen intereses contrapuestos a los sectores vinculados con el campo y la producción agropecuaria. Hay, a su vez, ámbitos vinculados con el comercio –ya sea para el mercado interno como para la exportación- con sus propias necesidades y prioridades, no siempre coherentes con las de otros.

Hablar de un empresariado, en consecuencia, es un reduccionismo absolutamente intolerable en la Argentina. Más aún si se lo hace desde los medios de comunicación, pretendiendo proyectar hacia la sociedad la idea de que el nuestro es un país en donde las fronteras están claramente trazadas en materia de intereses y aspiraciones.

El gobierno del matrimonio Kirchner -que es la manera más correcta de denominarlo, pues ambos exhiben una perfecta coherencia a lo largo de siete años- ha tenido una actitud cambiante y oportunista para con los diferentes grupos de capital con los que ha tenido que trabajar y con los que sigue trabajando.

De hecho, uno de sus éxitos políticos más grandes es haber logrado -con gran astucia y dedicación- fragmentar, pulverizar la posibilidad de que esos grupos empresarios reconozcan denominadores comunes.

Todos ellos, de una u otra manera, se vieron perjudicados por políticas del Gobierno, que desde el intervencionismo más flagrante hasta la utilización más aviesa de prebendas electivas, ha trabajado exitosamente para destruir la posibilidad de que esos denominadores comunes de los empresarios tengan una gravitación cierta en el país.

Distinto es el caso de Brasil, en donde no gobierna la derecha, sino un típico representante del proletariado brasileño, Luiz Inácio da Silva, Lula, hombre que por otra parte no llegó a la jefatura de la mayor nación de América Latina desde la política tradicional, sino desde el Partido de los Trabajadores, de claro corte clasista, y en donde sin embargo, no desde ahora sino desde los últimos 40 años, se ha ido homogeneizando y fortaleciendo con enorme vigor y una formidable capacidad de proyección hacia el futuro una burguesía nacional brasileña.

Esta es una burguesía que en sus aspectos industrial, financiero y agropecuario tiene una enorme capacidad gremial de generación de recursos intelectuales, presión política en Brasilia y defensa de sus intereses de manera coordinada, ante los diferentes gobiernos que fue generando la democracia brasileña en los últimos 30 años.

No sucede así en la Argentina. Acá tenemos banqueros como Jorge Brito que se han abrazado con promiscuidad a los gobiernos de éstos últimos siete años, gobiernos que, con un discurso supuestamente progresista, han respetado rigurosamente la supremacía del capital financiero. En las reuniones de las últimas semanas, por ejemplo, se advierte que en la propia cúspide de la Unión Industrial Argentina el gobierno ha logrado penetrar, generando ya sea vías alternativas, o bien aplicando su habitual política de seducción y acercamiento de los que puedan aparecer como enemigos de las políticas del Gobierno.

En tal sentido, los peligros que confronta el sector empresario, en sus diferentes agrupamientos, que no son para nada homogéneos, no pueden ser negados. El Gobierno puede negar la inflación, pretendiendo que si no se habla de ella no existe. Pero no solamente en el bolsillo de quienes viven de un salario fijo sino en el bolsillo de los propios titulares de las empresas la inflación es una realidad evidente, que arranca en un piso que para este año no baja del 20%. No es catastrófica, en el sentido de que no se trata de un brote hiperinflacionario, pero vuelve a instalar a la Argentina en la ciénaga, en el territorio sísmico en el que hemos estado instalados durante décadas, aceptándose como un dato natural que la depreciación del salario que implica la inflación –el peor impuesto para los pobres- está para quedarse.

Hay también otros fenómenos que se han ido dando a lo largo de este gobierno y que sin embargo los paladines de la burguesía kirchnerista como Osvaldo Cornide, o el ya mencionado Jorge Brito, parecieran no solamente no cuestionar sino que hasta saludan alborozados, como el formidable aumento del costo del trabajo.

En el nuevo proyecto elevado (en este caso sí) al Congreso por el Poder Ejecutivo -no es un decreto de necesidad y urgencia- sobre empleadas domésticas, se incluye un colosal aumento de los costos de los empleadores en materia de seguridad de trabajo, lo cual habrá de enriquecer a la “industria del despido” que suele prosperar en los intersticios del mundo sindical.

Es, entonces, necesario -inclusive desde producciones periodísticas independientes como este programa, que solamente es posible pues es sostenido legítimamente y de modo transparente por empresas privadas- ventilar, debatir y discutir estos temas.

No solamente ha tenido éxito el Gobierno del matrimonio en controlar casi todas las organizaciones de derechos humanos y ciertos dirigentes políticos. Alguien llevó a Julio Cobos al poder, no fue enviado por el radicalismo; fue uno de los seducidos por el matrimonio presidencial.

Pero no se agota en esa enumeración la sombría lista de triunfos oficiales. En el mundo empresario, a través de los nombres mencionados y de otras iniciativas, se advierte la fragmentación, el desconcierto y el titubeo.

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