La Marca Genética del Oficialismo

lunes, 15 de marzo de 2010

Por Pepe Eliaschev

Al margen de los ruidos, ¿dónde está la esencia? ¿Cuál es el carozo de esta situación? ¿De qué hablamos cuando hablamos como hablamos y de lo que hablamos?


Si uno considera de manera serena -y lo más desprovista posible de preconceptos- el talante del debate argentino, se enfrenta con una sucesión de episodios en donde aparecen, como en una planilla de doble entrada, la esencia y la apariencia, el núcleo y lo aleatorio, lo central y lo secundario.

En marzo de 2008 el gobierno de la presidente Cristina Fernández de Kirchner emitió una norma de carácter no legislativo –vale decir, desde el Poder Ejecutivo- para incrementar de manera colosal los gravámenes a la producción agropecuaria. En aquel momento se inició una furibunda crisis nacional que habría de terminar, meses más tarde, con la derrota en el Senado de un proyecto de ley al que no había querido recurrir, en primera instancia, el Poder Ejecutivo. Como recordamos, se trataba entonces de la famosa resolución Nº 125.

¿Qué decía el Gobierno en sus inicios? Que se trataba de asegurar el pan en “la mesa de los argentinos”. ¿Qué terminó diciendo? Que había en ciernes un golpe de Estado, y el por entonces ya ex presidente Néstor Kirchner, en un recordado acto en la Plaza del Congreso, habló de “fuerzas de tareas”, evocó el golpe de 1976 y denunció una “conspiración oligárquica”. Se trataba, sencillamente, de una norma para incrementar la recaudación fiscal del Estado.

Algo muy similar ha pasado con el Fondo del Bicentenario. Emitido como Decreto de Necesidad y Urgencia tras la clausura del período regular de sesiones del Congreso, el 10 de diciembre del año pasado, se proponía generar recursos para pagar deuda externa. Han terminado diciendo que quienes se ocupan de cuestionar ese decreto –y los que le siguieron- están interesados en la destitución de las autoridades.

Es una suerte de marca genética del oficialismo: el Gobierno denuncia de una manera abrumadoramente superlativa todo lo que aparece como conflictivo, interpretando de una manera aviesa lo que es polémico.

Cuando fue detenido en el aeroparque, por breves horas, el valijero venezolano Alejandro Antonini Wilson, que llegaba a la Argentina a bordo de un avión oficial -en cuyo interior venían de Caracas importantísimos funcionarios del Gobierno argentino-, y se descubrieron dentro de su valija 800.000 dólares, Cristina Kirchner terminó diciendo que se trataba de una conspiración montada por la Agencia Central de Inteligencia (CIA), y por sectores norteamericanos.

Cuando el mundo entero comenzó a padecer la crisis financiera internacional, que se hizo visible ya en la segunda mitad de 2008, Cristina Kirchner viajó a las Naciones Unidas y habló de un “efecto jazz”, que solamente afectaba a las naciones capitalistas centrales, sosteniendo que la Argentina –a diferencia de los Estados Unidos- sí había tenido un Plan B para confrontar la crisis. Lo cierto es que luego terminó adelantando las elecciones porque, justificó, “el mundo se caía a pedazos”. Fue un adelanto electoral que no hicieron ni Evo Morales en Bolivia, ni Tabaré Vázquez en Uruguay, ni Michelle Bachelet en Chile.

Cuando finalmente asumió el nuevo Congreso, el 10 de diciembre, tras un zafarrancho impensable para evitar que las nuevas autoridades de la Cámara expresaran lo que había indicado el resultado de junio de 2009, terminaron perdiendo la mayoría en Diputados y acusando a los ganadores que estaban poniendo en peligro a la gobernabilidad.

Algo parecido pasó con el Fondo del Bicentenario. Ese hecho terminó con la salida de Martín Redrado del Banco Central, episodio durante el cual la Presidenta de la Nación Argentina canceló un viaje de estado a la República Popular China -una de las dos grandes potencias mundiales-, sosteniendo que delicadas razones de política argentina determinaban su impedimento para viajar, porque el kirchnerismo temía que hubiese en la Argentina un golpe de Estado capitaneado por el vicepresidente Julio Cobos.

Cuando el hombre de Barack Obama para América Latina -Arturo Valenzuela- vino a la Argentina hace no muchas semanas, y cumplió con una protocolar ronda de contactos con diferentes sectores, declaró en una conferencia de prensa que había escuchado de dirigentes empresarios quejas o dudas sobre la seguridad jurídica en el país. Valenzuela se enfrentó entonces con una furibunda desmentida oficial, Néstor Kirchner lo acuso de imperialista y, consecuentemente la Presidenta canceló recibirlo, aunque se trataba del diplomático de mayor rango para América Latina en el gobierno de los Estados Unidos.

¿Cuál es mi corolario para esta serie de hechos, que son, además, una síntesis apretada de lo que ha venido sucediendo? En el Gobierno prevalecen varios elementos que, todos unidos, son explosivamente negativos y tóxicos.

A mi juicio, hay incompetencia administrativa. El Fondo del Bicentenario podría haber sido aprobado regularmente por las autoridades del Banco Central, durante el verano, sin intervención del Congreso, si se hubieran manejado con un poco menos de torpeza y de prepotencia. Hay, en ese sentido, una tendencia a la brutalidad administrativa, a la intemperancia gratuita, algo que es incontenible en el kirchnerismo.

Además, hay que decir que hay un amateurismo preocupante en materia de gestión. En muchos casos se cometen errores de gestión que son literalmente inimaginables desde el punto de vista de gestión de los asuntos públicos.

Hay mucha ignorancia de cómo funciona una república y de cómo funciona el mundo. Pues si el Gobierno alegó que el caso de Antonini Wilson era una maniobra de la Agencia Central de Inteligencia, ya podemos imaginar cómo y con que criterios piensa el kirchnerismo sobre todo lo que acontece en el país y en el mundo.

Como si todo esto fuera poco, este caldo aparece sazonado por ese elemento particularmente venenoso que es el zafarrancho ideológico de izquierda. Así es que -como muy bien dice esta mañana mi colega Alfredo Leuco en el diario Perfil-, la gloriosa JP de la década del ’70 termina equiparada con el J. P. Morgan, la banca neoyorquina que supo ser quintaesencia paradigmática del neoliberalismo del Consenso de Washington y que esta semana salió a aplaudir al Gobierno por su intención de pagar la deuda externa de cualquier manera.

Acá tenemos, en ese sentido, acertadamente resumida, la ecuación particularmente diabólica de la Argentina: Hebe de Bonafini aplaudió desde la Plaza de Mayo el pago de la deuda externa en el Congreso, sosteniendo que ésta es la mejor manera de luchar contra la oligarquía.

Ojalá que el invierno nos encuentre abrigados.

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