Por Roberto Gargarella (*)
El discurso con el que la Presidenta abrió el año legislativo tiene derivaciones perjudiciales tanto en la gestión del Estado como en la calidad de la democracia que vivimos, sobre todo en lo que respecta a la imprescindible división de poderes.
Vale la pena insistir sobre lo anterior: lo ocurrido significa que el Ejecutivo dispuso del uso de más de 4000 millones de dólares a través de una operación de la cual no pudimos siquiera enterarnos, porque la medida no se había publicado mientras ya se estaba ejecutando. Adviértase lo que significa, en términos de política democrática, el hecho de que se disponga de la fuerza o del dinero públicos a través de medidas de las que no se nos informa, y que se nos presentan luego, socarronamente, como hechos consumados.
En el interín -y ésta es parte necesaria de la historia expuesta- la Presidenta distraía a la oposición e impedía que frenase el uso de las reservas, a través de un largo discurso en el que aprovechaba para agredir a sus críticos, en lugar de solicitar humildemente su ayuda. El acto -el engaño- es tan grave que ameritaría el inicio de un juicio político: se trató de una actuación abusiva, políticamente torpe a más de equivocada, moralmente reprochable y constitucionalmente nula.
Y resulta triste, a la vez que frustrante, que dicho acto haya sido festejado por algunos como una nueva muestra de la "viveza" presidencial; o minimizado por otros, empeñados en seguir ocultando la información y la voz de crítica que todos necesitamos. Lo que parece importar, para quienes inmoralmente conciben a la política como una guerra, es aplastar y humillar al contrincante, sin darse cuenta del daño que infligen sobre sí mismos, y de ese modo a todos.
Lo que no advierten quienes erróneamente conciben a la política como una pelea entre sólo dos bandos es que los intereses y necesidades de los más desfavorecidos no son retomados por ninguno de esos dos supuestos bandos. Mientras las elites político-empresarias se enriquecen, al tiempo que riñen furiosas en nombre de la justicia social, pobres y desocupados crecen en número y se deslizan en el abismo de una mayor desigualdad.
En primer lugar, lo acontecido no debe tomarse como un hecho insólito, aislado, sino como expresión de una práctica que se establece desde hace un tiempo y que revela mucho más de lo que oculta: la vengativa disposición hacia el Congreso sugiere que seguirán más normas viciadas en su contenido democrático; la negativa a apelar francamente a la participación popular alerta sobre la agudización de la histórica desigualdad que estos años han consolidado; la sistemática disposición a decidir en exclusivo contacto con una porción de la elite empresaria predice la persistencia de una agenda políticamente conservadora; y la absoluta resistencia al diálogo -que lleva a identificar toda crítica como producto de una maquinaria conspirativa- preanuncia decisiones que ya ni podrán reconstruirse como movidas por la racionalidad del corto plazo, al ser pura expresión de irracionalidad.
En segundo lugar, frente al proceder del gobierno no hay peor respuesta que la que lo duplica, promoviendo el aislamiento, la ruptura y un pacto alternativo con elites diferentes. La respuesta que corresponde no es la de la réplica, sino la opuesta, es decir, la que frente al elitismo de cúpulas insiste en el diálogo democrático; la que contra el aislamiento exige audiencias con la ciudadanía; la que contra la prioridad de la riqueza toma como objetivo primero el de poner término, definitivamente, a la desigualdad que alimenta y hace inteligible todo este difícil proceso.
(*) PROFESOR DE DERECHO CONSTITUCIONAL (UBA, DI TELLA)
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